sábado, 28 de enero de 2017

Fanatismo


El fanatismo es una lacra social difícilmente erradicable. Por él se mata, se asesina, se tortura, se miente, se engaña, se distorsiona, etc, etc. En los campos político y religioso es en donde se puede apreciar con toda virulencia.


El fanatismo, según nuestra opinión, es fruto de la ignorancia y acarrea la intolerancia y el dogmatismo. Así, cuando el fanático expone su razones y argumentos y se le demuestra que está equivocado, automáticamente no admite la más mínima crítica y, por supuesto, huye de cualquier tipo de confrontación dialéctica: sigue en sus trece manteniendo su “coherencia” ( “mantengo mi coherencia”, decía un pedante marxista infumable), encerrándose en su ceguera, que no sabemos si es voluntaria o irracional.

El fanático, como no tiene argumentos racionales, no puede convencer. Lo que hace es imponer, recurriendo a todo lo recurrible: desde el risible y pueril “más claro, el agua”, que decía el citado pedante marxista,  hasta el empleo de la fuerza, cuando el fanatismo llega a las masas, a las que se hará ver las cosas de forma dual y maniquea, y se hará ver también a las personas como buenas o malas, amigas o enemigas y fieles o traidoras. Una vez inculcado esto, se lanzan a las masas como turbinas para que cumplan el manual del “agit-prop”. Los resultados ya los sabemos.

Este fanatismo en realidad es un simplismo. Pongamos un ejemplo. Como es de sobra sabido, la izquierda siempre ha sido antisionista y antiamericana, aunque Carlos Marx haya sido judío. De ahí surge la imagen del capitalista: un señor gordo fumando un puro y con chistera o bombín con la bandera de EE.UU., o un judío desconfiado y receloso al que se le presenta contando monedas una a una. Este es el dogma del fanático de izquierdas: tiene que ser antisionista y antiamericano. 


Ya lo decía Voltaire: “Cuando el fanático ha gangrenado el cerebro, la enfermedad es incurable”.



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