Así se intitula el libro de Gregorio Morán, Editorial Planeta, S.A., 1979, 401 páginas incluido Índice onomástico.
Como decíamos en la anterior entrega, en ésta veremos algunos párrafos del apartado intitulado “Un instinto, un olfato, una ambición”, que figura en la página 343 y siguientes.
“En primer lugar conviene detenerse en las posibilidades que tenía un hombre como Adolfo para introducirse en la vida pública de la España de Franco. Para un joven que no participó en la guerra, sin una carrera profesional brillante, sin medios económicos y sin relaciones familiares, no era fácil penetrar en el escalafón del viejo Régimen. La única vía abierta estaba situada en la búsqueda de padrinos políticos: Herrero Tejedor, Camilo Alonso Vega, Laureano López Rodó, Torcuato Fernández Miranda. Lo curiosos es que conforme va avanzando gracias a esa labor de ‘padrinazgo’, no rectifica ninguna de sus limitaciones. Si exceptuamos el terreno económico, en el que obviamente se movió de manera espasmódica desde que fue consciente de que la carrera política obligaba a un saneado patrimonio, en los otros campos no hizo ningún esfuerzo.
Como abogado, asistió en Madrid a un curso de doctorado (más exactamente de ‘ampliación de conocimientos’, porque no se preocupó ni de trasladar su expediente de Salamanca a Madrid, condición obligada para intentar el doctorado en la Complutense) que dio el catedrático del Derecho del Trabajo señor Bayón. Pero lo hizo en 1963, y no volvió a insistir en este campo hasta el gracioso intento de cursar la carrera de Económicas en 1974. Y en las relaciones familiares se casó con una dama discreta, honesta y de nivel similar al suyo, poco adecuada para servir de muleta a un hombre que aspiraba a llegar tan lejos como Adolfo. En el cultivo del ‘padrinazgo’ y de las amistades personales es donde ejecutó auténticos encajes de bolillos; si no bellos, al menos eficaces.
Su desprecio por la cultura y por aprender cosas que luego sirvieran para el ejercicio de la política, fue tan notorio, que cabe preguntarse si entre sus preocupaciones estaba la de jamás superar su ínfimo nivel cultural, evitándose levantar sospechas. Nunca leyó un libro de la primera página a la última . . . Su desprecio por la música está agudizado por un oído de corcho, como lo demuestra su incapacidad biológica para aprender otro idioma que no sea el castellano. . .
Hace poco más de un año consiguió un abono para la ópera, adonde se dirigió con su mujer acompañado por otros dos melómanos: Fernando Abril y señora. Llegaron al Teatro de la Zarzuela, se sentaron y cinco minutos después abandonaron el palco las dos personalidades políticas. Narró la escena a tambor batiente a cuanto colaborador quiso escucharla: ‘Las dejamos allí, y Fernando y yo vinimos a la Moncloa a ver el partido de fútbol que daban en la tele’. Su universal ignorancia, que alcanza a desconocer quien fue Federica Montseny o de pedir, hace ya algún tiempo, tres folios a uno de sus colaboradores, en los que resumiera a Gabriel García Márquez y su novela ‘Cien años de soledad’. Una incultura que sorprendió a persona tan poco dada a veleidades intelectuales como la premier británica Margaret Thatcher cuando visitó España”.
Continuará.
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