domingo, 18 de agosto de 2024

“Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental” ( y I I )


 

Como decíamos en nuestro anterior artículo, el comentario de este libro va en memoria y homenaje de los asesinados por el régimen soviético, cuando estalló la Revolución húngara de 1.956.

Y seguimos con el capítulo “Reflexiones sobre la Revolución húngara”.

 “Todo esto y mucho más era predecible, no ya por la ausencia de fuerzas sociales o históricas que presionaran en otra dirección, sino porque era el resultado automático de la hegemonía rusa. Fue como si los gobernantes rusos repitieran a toda prisa todos los pasos de la Revolución de Octubre hasta el surgimiento de la dictadura totalitaria. Por ello esta historia, aún siendo inenarrablemente terrible, carece de suyo de demasiado interés y difiere muy poco de un lugar a otro; lo que ocurrió en un país satélite ocurriría casi al mismo tiempo en todos los demás, desde el Báltico hasta el Adriático”.

 Lo ocurrido en Hungría en absoluto vino preparado por cómo se desarrollaron los hechos en Polonia; fue algo totalmente inesperado y pilló por sorpresa a todo el mundo, a quienes lo promovieron y sufrieron, no menos que a quienes lo observaban desde el exterior con furiosa impotencia, o a quienes en Moscú se aprestaron a invadir y conquistar el país cual territorio enemigo. Pues lo que aquí ocurrió fue algo en lo que ya nadie creía, si es que alguna vez alguien creyó en ello; ni los comunistas ni los anticomunistas, y menos que nadie quienes hablaban de las posibilidades y obligaciones del pueblo a rebelarse contra el terror totalitario sin saber o sin importarles el precio que otros pueblos tendrían que pagar por ello.

 Aún siendo espontánea, la Revolución húngara no puede entenderse fuera del contexto de los sucesos posteriores de Stalin. Tal como hoy sabemos, la muerte tuvo lugar en vísperas de la gigantesca nueva purga, de suerte que, fuese natural o asesinato, la atmósfera en las altas esferas del partido debía de ser de intenso miedo. Dado que no existía sucesor – nadie designado por Stalin y nadie o lo bastante rápido o que se sintiera llamado a la tarea  -, lo que siguió de inmediato fue una pugna por la sucesión en la cúpula dirigente, que causó la crisis en la Rusia soviética y en los países satélites. Todavía hoy, cinco años después de la muerte de Stalin, el resultado puede no haberse decidido aún. Peor una cosa sí es segura: una de las fallas más graves de las dictaduras totalitarias es su incapacidad para encontrar una solución a este problema.

 Pero, cualesquiera que hubiesen sido nuestros conocimientos, no habríamos podido saber qué iba a ocurrir en el caso de la muerte del dictador. Sólo la muerte de Stalin reveló que la sucesión es un problema irresuelto y que provoca una grave crisis que afecta a las relaciones entre los propios sucesores potenciales, a las relaciones entre ellos y las masas, y a la relación entre los diversos aparatos con cuyo apoyo pueden contar. Los líderes totalitarios, siendo líderes de masas, necesitan de la popularidad, que no es menos efectiva si bajo condiciones totalitarias se fabrica por medio de la propaganda y se mantiene por el terror.

 En fin, esta es una somera historia de la desaparecida URSS que estaba en manos de criminales y asesinos, pero esto no era óbice, valladar ni cortapisa para que un pedante marxista infumable no se cansaba de hablar de la “pax soviética”.

 Nota.- Lo resaltado en rojo es nuestro. En el libro viene con letra normal.



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