Lo normal y justo es cumplir con las obligaciones
fiscales, pero la casta política en lugar de administrar con responsabilidad y
transparencia actúa de manera desastrosa o corrupta. Esa sensación de
injusticia no solo afecta el bolsillo, sino que también erosiona una parte
fundamental del contrato social: la confianza ciudadana en las instituciones
democráticas.
Cuando los ciudadanos sienten que su esfuerzo no se
traduce en una mejora real del bien común, sino en el sostenimiento de
estructuras ineficientes o clientelares, es normal que crezca el desánimo y la
desafección política. Sin confianza, la democracia se debilita, porque deja de
percibirse como un sistema justo o representativo.
La carga fiscal
que asumen los ciudadanos está basada, en teoría, en un pacto social:
contribuimos al bien común con la expectativa de que los recursos serán
gestionados con responsabilidad, transparencia y equidad. Cuando quienes
ostentan el poder político incumplen esa parte del acuerdo —por corrupción,
incompetencia o falta de visión—, no solo se malgastan recursos, sino que
también se erosiona algo mucho más difícil de recuperar: la confianza en las
instituciones.
Esa confianza es fundamental para sostener la
democracia, porque sin ella, se debilita la participación ciudadana, crece el
desencanto, y se abre la puerta a discursos extremos o autoritarios que
prometen soluciones rápidas. Por eso es tan importante exigir rendición de
cuentas, apoyar medios y movimientos que fiscalicen al poder, y, cuando es
posible, participar activamente en los procesos democráticos.
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