Así se intitula la obra de
Hannah Arendt, Ediciones Encuentro, S.A. Madrid 2007, 120 páginas.
Someramente diremos que la
autora critica los dogmas marxistas, tales como “El trabajo es el creador del
hombre”, “Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo y de lo que se
trata es de transformarlo”, o el no menos terrible de “La violencia es la
partera de la historia”.
En este libro se comenta,
entre otras cosas, que Marx, a pesar de la propaganda que lo ha elevado a la
categoría de mito, no ha conseguido elaborar una teoría mínimamente sensata, ya
que sus contradicciones y errores, como ya hemos visto en todos los artículos
que hemos publicado sobre el marxismo, especialmente lo cuatro intitulados “El
determinismo económico marxista, un gran error”, son enormes. Porque un error y
un disparate es, por ejemplo, el justificar la violencia para acabar con la
misma, o decir que el fin de la historia tendrá lugar con la desaparición de
los oprimidos.
Lo que aquí vamos a comentar,
o mejor dicho, a transcribir, es el capítulo intitulado “Reflexiones sobre la revolución húngara”, que empieza en la página
67 y termina en la última, es decir, en la 120.
Los que ya peinamos canas,
recordamos que durante unos días de los meses de octubre de y noviembre 1956, tuvo lugar la
Revolución Húngara, que fue aplastada brutalmente por el régimen soviético.
Vaya este recuerdo como homenaje a las víctimas de aquella bestial represión.
El capítulo comienza así:
“Cuando escribo estas líneas ha pasado más de un año
desde que las llamas de la Revolución húngara iluminaron durante doce largos
días el vasto paisaje del totalitarismo de posguerra. Fue éste un verdadero
acontecimiento, cuya envergadura no dependerá de la victoria o la derrota; su
grandeza está asegurada por la tragedia que los hechos representaron. Pues
¿quién puede olvidar el gesto político postrero de la Revolución: la procesión
silenciosa de las mujeres enlutadas, que en público lloraban a sus muertos por
las calles de Budapest ocupada por los rusos. Y ¿quién podrá dudar del vigor
del recuerdo cuando, un año después de la Revolución, el pueblo derrotado y
aterrorizado conservaba aún valor suficiente para conmemorar, en público una
vez más, la muerte de su libertad, abandonando de forma espontánea y unánime
todos los lugares de entretenimiento público: teatros, cines, cafés y
restaurantes?
El contexto de circunstancias en cuyo seno ocurrió la
Revolución tuvo gran significación, perno no fue lo bastante determinante como
para desencadenar uno de los procesos automáticos que parecen casi siempre
aprisionar la Historia, y que en realidad no son siquiera históricos si
entendemos por tal todo lo que es digno de ser recordado. Lo ocurrido en
Hungría no ocurrió no ocurrió en ninguna otra parte, y los doce días de la
Revolución encierran más historia que los doce años anteriores desde que el
Ejército Rojo “liberó” el país de la
dominación nazi.
Durante doce años todo había sucedido como era de
esperar; la larga y penosa historia de engaños y promesas rotas, de esperanza
contra toda esperanza y de decepción final. Así fue desde un comienzo, con las
tácticas frentepopulistas y de un simulado parlamentarismo, pasando luego por
el franco establecimiento de una dictadura de partido único, que rápidamente
liquidó a los líderes y miembros de los partidos antes tolerados, hasta el
último escalón en que los líderes de los partidos comunistas nacionales, de los
cuales Moscú desconfiaba con o sin motivo, fueron encausados no menos
brutalmente bajo acusaciones falsas, humillados en procesos ficticios,
torturados y asesinados, mientras pasaban a gobernar el país los elementos más
despreciables y corruptos, ya no comunistas, sino agentes de Moscú.
Cuando estamos transcribiendo
estas líneas, nos viene a la memoria la situación en la que hubiese caído la
España de le república del 31: casi seguro que sería la misma, con los mismos
acontecimientos.
Continuará.
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