Así se
intitula el libro de André Frossard (1915-1995), Ediciones Rialp S.A.,1983, versión
española realizada por José María Carrascal Muñoz, 182 páginas, incluidas las
dedicadas a “LIBROS DE BOLSILLO RIALP”.
Este es otro
libro que los de la internacional de la mentira del odio y del terror, no
mencionan para nada, ya que en su autor, André Frossard, marxista y obviamente
ateo, nos narra su conversión al catolicismo.
El libro está
prologado, como pueden ver en la portada, por José María Pemán, quien nos dice
que el padre de Frossard, que fue el primer secretario general del partido
comunista francés, ante la conversión de su hijo, “lo lleva a un psiquiatra. El psiquiatra es competente, leal y ateo. Y
le dice al padre con la mejor impavidez científica que no se preocupe; el
diagnóstico es para él clarísimo: es la gracia.
Un efecto de la gracia y nada más. No tiene usted por qué inquietarse”.
En el epílogo
nos dice Juan José López Ibor que André Frossard “fue educado en el ateísmo perfecto, aquel en el que ni siquiera se
plantea la cuestión de la existencia de Dios”.
Frossard nos
cuenta en el libro el comportamiento extraño de los “negros”, es decir, los
cristianos, ya que no entiende por qué y para qué rezan, así como tampoco
entiende sus cánticos. También le extraña su comportamiento cuando llegan las
Navidades, ya que su alegría era manifiesta, cosa que no ocurría en su
ambiente, que era, y es, el clásico de las izquierdas, es decir, sólo creen en
la naturaleza, a la que dominarán con el avance de la ciencia y del progreso .
. . Ya saben: “el porvenir
radiante de la Humanidad” y el “Hombre nuevo”.
A los 18 años, Frossard comienza una amistad con Willemin,
muchacho cinco años mayor que él. Dicha amistad era un tanto rara, ya que el
citado Willemin había recuperado la fe. Las discusiones entre ambos eran obvias.
Pero en el verano de 1935, ocurre un hecho que sería el
inicio de su conversión: su amigo Willemin lo invita a cenar, pero antes quiere
entrar en una iglesia a rezar. Frossard, obviamente, lo espera fuera. El tiempo
pasa y su amigo no acaba de salir. Entonces Frossard decide entrar a buscarle.
Sobre esto se lee en el inicio de la página 153:
“Ateo
tranquilo, nada sé evidentemente cuando, cansado de esperar el fin de las
incomprensibles devociones que retienen a mi compañero algo más de lo que había
previsto, empujo a mi vez la puertecita de hierro para examinar más de cerca,
como dibujante, como mirón, el edificio en el que estoy tentado de decir que se
eterniza, de hecho, le habría esperado, todo lo más, tres o cuatro minutos”.
Una vez dentro, se quedó mirando los detalles artísticos del templo, a
la vez que intentaba localizar a su amigo entre las varias personas que allí
había. Fue aquí cuando llegó el momento crucial, que nos narra en la página
156:
“Se me
escapa el significado de todo eso y con más facilidad, ya que no lo persigo. En
pie cerca de la puerta busco con la vista a mi amigo y no consigo reconocerlo
entre las formas arrodilladas que me preceden. Mi mirada pasa de la sombra a la
luz, vuelve a la concurrencia sin traer ningún pensamiento, va de los fieles a
las religiosas inmóviles, de las religiosas al altar: luego, ignoro por qué, se
fija en el segundo cirio que arde a la izquierda de la cruz. No el primero, ni
el tercero, el segundo. Entonces se desencadena, bruscamente, la serie de
prodigios cuya inexorable violencia va a desmantelar en un instante el ser
absurdo que soy y va a traer al mundo, deslumbrado, el niño que jamás he sido”.
Una vez los dos fuera de la iglesia, nos cuenta Frossard cómo su amigo
observó en él un cambio. Nos dice en la página 161:
“Willemin,
que caminaba a mi lado y parecía haber descubierto algo singular en mi
fisonomía, me observaba con insistencia médica: ¿Pero qué te pasa? – Soy católico -, y como si tuviera miedo de no
ser bastante explícito, añadí: apostólico
y romano, para que mi confesión fuese completa” .
Comentar que André
Frossard hizo amistad con Pablo V I y Juan Pablo I I.
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