Como ya hemos dicho varias
veces, la palabra democracia es una de las más recurrentes y manidas, a la que
se menciona con una alegría extrema.
Como ya es sabido, esta
palabra la empezaron a utilizar los griegos 500 años a.de C., y se deriva de
“demos”, pueblo, y de “kratos”, poder o gobierno, queriendo decir con esto que
es el gobierno del pueblo.
Tal concepción ha ido cambiando
al transcurrir el tiempo, hasta llegar a estas presentes democracias que no se
parecen en nada a la originaria griega, que se basaba en lo que podría llamarse
una democracia “directa”, en la que los ciudadanos, mediante asambleas, tomaban
las decisiones oportunas sin haber, por tanto, representantes o intermediarios
que interviniesen o decidiesen en nombre de esos ciudadanos.
Un defensor relativamente
moderno de este tipo de democracia fue, como es sabido, Juan Jacobo Rousseau.
Así lo afirma en su obra “El contrato
social”. También son partidarios de esta forma de democracia los
anarquistas y algún que otro izquierdista que se aprovechan del momento
coyuntural para conseguir sus fines.
En contraposición a esto, las
democracias que ahora existen ejercen su poder por la “representatividad” que,
según dicen, es el pueblo el que elige a sus representantes, que serán los que
tomen las decisiones oportunas de los representados. Esto es una gran mentira,
porque es también sobradamente sabido que son los partidos quiénes eligen a
esos representantes o candidatos, con lo que los ciudadanos se convierten en
votantes y no en electores y hace que el pueblo no intervenga para nada en los
asuntos del gobierno.
Todo esto hace que el pueblo
soberano está hasta el moño de muchas cosas como pueden ser, por ejemplo, la
presencia en partidos e instituciones de politiqueros arribistas que se arriman
al sol que más calienta sin tener ni puñetera idea de nada. O ver cómo
determinadas personas corruptas, y algunas procesadas, campan por sus respetos
por este solar patrio totalmente impunes.
Otra cosa que hace que el
pueblo esté también hasta el moño, es que se niegue contundentemente el cambio
de la ley electoral, precisamente para dejar de ser votantes y convertirse
realmente en electores.
También estamos hartos de que
nos digan que hay igualdad de oportunidades, cuando es mentira también, estando
también hartos de que no se respeten el honor y la intimidad, y otras cosas
más.
Y para terminar, diremos que
la democracia jamás podrá existir si la moral pública no es considerada como el máximo valor
y exponente de un Estado. Se convertirá, como está pasando actualmente, en una
máquina monstruosa ideada para captar votos y engañar a ingenuos.
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