jueves, 4 de mayo de 2017

La velada de Benicarló ( y I I I )


El título completo de este libro es “La velada de Benicarló. Diario de la guerra de España”, autor Manuel Azaña, primera edición por la editorial Reino de Cordelia, 2.011, aunque se dice en esta obra “Primera edición publicada en Buenos Aires por la editorial Losada, en 1.939”. El libro consta de 246 páginas.


Como decíamos en la primera entrega, aunque Azaña dice que los personajes de su obra son inventados, no por eso dejan de ser reales, pues representan los distintos pareceres, ideas, mentalidades, etc, que había en los republicanos españoles de aquel entonces. La obra no tiene desperdicio, ya que en ella se ve todo el dramatismo de la España de aquellos años, y no el adulterado por los “historieteros” de nómina.

En las páginas 64 a 67, a la pregunta que le hace el exministro Garcés al doctor LLuch sobre si “funcionaba el comunismo libertario”, el médico responde:

“Mientras yo estuve allí, no, señor. Hubiese sido bueno que funcionase algo. Mucha gente había desaparecido, el dinero totalmente. Los víveres se repartían con desigualdad tradicional, pero ahora estaban en turno otras personas. Gran confusión, voluntad  excelente, miedo avasallador. Donde antes había una persona para desempeñar un servicio medianamente, cuando no mal, encontré siete, doce o veinte, convencidas de hacerlo todo muy bien a fuerza de discusiones. Quienes no tenían aún motivos para asustarse, parecían petulantes, autoritarios, ufanos como chicos con zapatos nuevos. Por ensalmo habían puesto la mano en el ápice del mundo y se disponían a cambiar su ruta. La población exhibía la uniformidad nueva del desaliño, la suciedad y el harapo. La raza parecía más morena, porque los jóvenes guerreros se dejaban la barba, casi siempre negra, y los rostros se ensombrecían. Largas melenas, pechos velludos descolados, fusiles en bandolera, reminiscencias de un siglo atrás, locuras románticas, barricadas revolucionarias. Mucha gente incurría en la uniformidad del andrajo por miedo de parecer acomodada, sobre todo si lo era aún o lo había sido. Ningún sombrero, boina cuanto más. Cuello en la camisa, nunca. La corbata habría sido un reto insolente. Conservar mi vestimenta de siempre, parecía un rasgo de valor. "Estas modas se implantan aquí con más entusiasmo que en Barcelona", pensé, recordando el aspecto de las Ramblas desde el día en que la capital se encasquetó la boina y pareció toda ella vestida en almacén. Los soldados del antiguo ejército conservaban alguna prenda reglamentaria descabalada. Los oficiales, ahorcado el uniforme, lucían prendas de cuero, cierres de cremallera, cadenillas y preseas de fantasía, en lo que apuntaban ya el lujo, la elegancia... Difícil situación la de los oficiales, más penosa cuanto más probada su lealtad. Hallé un hospital junto a una cuadra de animales. En largos coloquios con los mandones del lugar, obtuve un caseron para albergar heridos, inmediato al cementerio. "Sera por la escasez de transportes", me dije, cediendo al mal humor. El hospital nuevo funcionó pronto. Casi todas las noches a las altas horas, sonaban en el cementerio descargas de fusilería. La primera vez pregunté: "¿Qué disparos son esos?". Tres sujetos estaban conmigo. El uno, muy ceñudo, no contestó. Otro, sonriéndome con sonrisa de connivencia, repuso: "¿Qué ha de ser?", sin más. El tercero me dijo: "Fusilan en el cementerio", como podía haber dicho: "Está lloviendo". Una noche, a fines de agosto, mientras de codos en la ventana de mi cuarto tomaba el fresco, sonaron en el cementerio tres descargas. Después, silencio. ¿Qué pasaba por mi? ¡No sé! Me parecía ver la escena, como si el cementerio, rodeado de tiniebla, se hubiese iluminado. No podía quitarme de la ventana. De allí a poco, se oyó un gemido. Escuché. El gemido se repitió, mas recio, creció hasta ser alarido, intermitente, desgarrador... Aquella oscuridad, el silencio... Nadie respondía. El casi muerto, en el montón de los ya muertos, gritaba de espanto, devuelto a un poco de vida, más horrible que su muerte frustrada. El grito venía en derechura disparado contra mi. Traje a la ventana a unos empleados del hospital. "¡Vamos a buscarlo, quizá se salve!". Rehusaron, porfié, me lo prohibieron. ¡Quién se mezcla en tales asuntos! Todo lo más, enviar un recado a la alcaldía. Se envió el recado. Pasó el tiempo. ¡Tac, tac! Dos tiros en el cementerio.  Dejó de oirse el gemido ».


En fin, esto era lo que había, entre otras cosas, en aquella nefasta república.


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