Jagoda llamó al capitán Ulansky, de la O. G. P. U. y le encargó que organizase un «sindicato particular» de traficantes en municiones. El capitán Ulansky era un hombre muy diestro en el quehacer del espionaje. Le dijo Jagoda que se fuese a Odesa y que allí encontraría a tres españoles que habían ido a Rusia a comprar armas extraoficialmente y, para tapar las apariencias, había que crear una empresa “privada” que se entendiese con los hispanos.
Como quiera que en la Rusia soviética nadie puede comprar tan siquiera un revólver del Gobierno, y el Gobierno es el único fabricante de armas, la idea de una sociedad particular que comerciase en municiones en suelo soviético sería, para todo ciudadano soviético, totalmente absurda. Pero esta farsa era indispensable para el consumo extranjero. En claras palabras, la tarea del capitán Ulansky era la de organizar una pandilla de contrabandistas de armas, y hacerlo así tan hábilmente que los espías de los Gobiernos extranjeros no pudiesen descubrir rastro alguno.
El capitán Ulansky tenía instrucciones de que todos los pagos fuesen estrictamente al contado, y se le informó que los españoles proporcionarían sus propios barcos para transportar las municiones tan pronto como éstas se entregasen al «sindicato privado» por el arsenal del Ejército Rojo. Salió para Odesa provisto de mandatos del Gobierno que ponían a sus órdenes a todas las autoridades de la ciudad, desde el jefe local de la policía secreta hasta el presidente del Soviet regional.
La operación estaba vigilada además de por Jagoda, por el general Uritsky, que había participado en la conferencia de la Lubianka, y era el encargado de atender el aspecto militar de la operación, es decir, fijar la cantidad de armamento así como fijar también el número de personas militares que se debían de enviar a España, todo ello bajo las órdenes y supervisión del Estado Mayor del Ejército Rojo.
Con esta operación, se abrió el camino de la intervención soviética en la Guerra Civil española. Los agentes que a la sazón tenían los soviéticos en Londres, Estocolmo y Suiza, fueron convocados, con el mayor sigilo, en París, en donde se reunirían con otro agente enviado por Moscú, Zimin, que era entendido en materia de municiones y miembro del departamento militar de la O.G.P.U.
El mensaje que traía Zimin era el de que bajo ningún concepto apareciese el nombre del estado soviético en este tráfico de armas. Todos los cargamentos debían manejarse «particularmente», por medio de casas comerciales creadas para tal propósito.
El problema era crear una nueva cadena europea de casas comerciales, con apariencia de independientes, con el objeto de importar y exportar material de guerra. El éxito de la operación dependía de la elección de hombres idóneos, hombres que aparecieron rápidamente porque pertenecían a sociedades aliadas a los diversos centros del Partido Comunista en el extranjero, tales como los «Amigos de la Unión Soviética», las varias «Ligas a favor de la Paz y la Democracia», etc. Tanto la O. G. P. U. como el Servicio de Espionaje del Ejército Rojo miraban a ciertos miembros de estas sociedades como reservas bélicas auxiliares civiles del sistema defensivo soviético. En una palabra: se podía elegir entre hombres repetidamente probados en labores clandestinas en favor de la Unión Soviética.
El estado Soviético era el que suministraba ¡¡¡el capital!!! a tales empresas encargándose, asimismo, de amueblar oficinas, encontrar locales, etc, etc.
En un plazo de diez días, ya disponían los soviéticos de una cadena de “casas” de importación y exportación, completamente nuevas, establecidas en París, Londres, Copenhague, Amsterdan, Zurich, Varsovia, Praga, Bruselas y algunas otras ciudades europeas. En cada empresa, un agente de la O. G. P. U. era socio silencioso. Él proporcionaba los fondos y controlaba todas las transacciones. En caso de error, lo pagaba con su vida.
Mientras esas “casas” indagaban por los mercados de Europa y
América buscando abastecimientos de guerra disponibles, el problema del transporte había que solucionarlo urgentemente. Barcos de carga adecuados podían obtenerse en cualquier parte de Europa. La dificultad estaba en conseguir licencias para tales expediciones a España. Al principio se pensó el consignarlas a Francia y reembarcarlas posteriormente a puertos españoles. Pero en esta tramitación se perdía mucho tiempo. Entonces se recurrió a conseguir papeles consulares de los Gobiernos de ultramar certificando que las armas estaban compradas con objeto de ser importadas en sus países respectivos. Así se obtuvieron un número de certificados casi ilimitado.
Con tales certificados se podían obtener el resto de los papeles y los barcos se dirigían, no al sur de América o a China, sino a los puertos de la España republicana.
Continuará.
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