Así se intitula el libro de Enrique Castro Delgado,
Ediciones Luis de Caralt, 1963, 659 páginas incluido el Índice.
Someramente diremos que el autor fue un componente muy
activo del PCE, siendo el primer comandante del V Regimiento. También fue
director general de la Reforma Agraria. Cuando terminó la Guerra Civil
española, se marchó a la URSS, regresando a España, permaneciendo aquí hasta su
muerte en 1964. Su regreso estuvo motivado por el desencanto de lo que vio en
la Unión Soviética, al igual que otros muchos que tuvieron los dídimos
suficientes de decirlo.
Este es otro libro que no se ve por las librerías y
que los “historieteros” ignoran a
sabiendas.
Como
decíamos en la anterior entrega, en ésta veremos algo del capítulo III
intitulado “El cultivo del odio”,
página 67 y siguientes, que figura dentro de la “Segunda parte”, intitulada “Los sueños maravillosos”. Dice así:
“Y comprendió que la
lucha contra la iglesia era la decisiva para el destino del comunismo, porque la iglesia era la base
fundamental del nacimiento y existencia de una
civilización, y los cimientos de ese mundo que
el comunismo quería sustituir. Había que odiarla. Había que hacer, también,
que la odiaran millares de hombres y mujeres, porque sólo en su pérdida de influencia primero y en su muerte
después, estaba la garantía del
triunfo de la revolución y de la victoria del comunismo. Había que lograr,
al precio que fuera, que millones de creyentes volvieran la espalda a Dios,
a esa realidad o poderosa ilusión. Y recordó a Lenin; y comprendió
que el sistema capitalista dependía de la presencia y fuerza del
catolicismo.
¡Odiar!
¡Y hacer que odien!
Porque los apóstatas del catolicismo
podrían ser magníficos e implacables
revolucionarios, ya que de su desilusión tendría que nacer un rencor, un deseo de venganza y una criminalidad
dogmática que les haría temibles e invencibles. Y, además, estos
apóstatas, con su veneno interior serían verdaderos focos de infección
para millones de hombres obedientes a Roma. Y su pequeño odio de ayer
—personalizado en el hermano Pedro y en un
rencor infantil, contra un Dios, que creyó primero que no le escuchaba
o que le debía escuchar y responder a sus preguntas, y que acabó por negarle —, creció y creció en unos minutos
más de lo que había crecido en años. Cuando continuó su camino ya no era el
Enrique con sus dudas, sus angustias y
anhelos de justicia humana solamente: era algo distinto y horrible, pero
él no se dio cuenta de ello, él sólo sabía de su odio y de la revolución. Unos metros más allá se volvió a mirar la iglesia
una vez más.
Y escupió.
Después pensó en una hoguera inmensa que
consumiera imágenes y textos, templos y fanatismo, fe y a todo aquel ejército
negro que se alzaba frente al comunismo como una moderna muralla china. En las fuerzas políticas no quiso pensar mucho.
‘No se trata de odiarlas, sino de
destruirlas, después de utilizar a las que puedan sernos utilizables’ ”.
En la próxima entrega veremos algo de la “Tercera parte”, intitulada “El virus”, concretamente el capítulo V
intitulado “La trampa”, que figura en
las páginas 206 y siguientes.
Continuará.
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