martes, 28 de mayo de 2024

“Hombres made in Moscú” ( I I I )


 

Así se intitula el libro de Enrique Castro Delgado, Ediciones Luis de Caralt, 1963, 659 páginas incluido el Índice.

Someramente diremos que el autor fue un componente muy activo del PCE, siendo el primer comandante del V Regimiento. También fue director general de la Reforma Agraria. Cuando terminó la Guerra Civil española, se marchó a la URSS, regresando a España, permaneciendo aquí hasta su muerte en 1964. Su regreso estuvo motivado por el desencanto de lo que vio en la Unión Soviética, al igual que otros muchos que tuvieron los dídimos suficientes de decirlo.

Este es otro libro que no se ve por las librerías y que los “historieteros” ignoran  a sabiendas.

Como decíamos en la anterior entrega, en ésta veremos algo del capítulo III intitulado “El cultivo del odio”, página 67 y siguientes, que figura dentro de la “Segunda  parte”, intitulada “Los sueños maravillosos”. Dice así:

“Y comprendió que la lucha contra la iglesia era la decisiva para el destino del comunismo, porque la iglesia era la base fundamental del nacimiento y existencia de una civilización, y los cimientos de ese mundo que el comunismo quería sustituir. Había que odiarla. Había que hacer, también, que la odiaran millares de hombres y mujeres, porque sólo en su pérdida de influencia primero y en su muerte después, estaba la garantía del triunfo de la revolución y de la victoria del comunismo. Había que lograr, al precio que fuera, que millones de creyentes volvieran la espalda a Dios, a esa realidad o poderosa ilusión. Y recordó a Lenin; y comprendió que el sistema capitalista dependía de la presencia y fuerza del catolicismo.

¡Odiar!

¡Y hacer que odien!

Porque los apóstatas del catolicismo podrían ser magníficos e implacables revolucionarios, ya que de su desilusión tendría que nacer un rencor, un deseo de venganza y una criminalidad dogmática que les haría temibles e invencibles. Y, además, estos apóstatas, con su veneno interior serían verdaderos focos de infección para millones de hombres obedientes a Roma. Y su pequeño odio de ayer —personalizado en el hermano Pedro y en un rencor infantil, contra un Dios, que creyó primero que no le escuchaba o que le debía escuchar y responder a sus preguntas, y que acabó por negarle —, creció y creció en unos minutos más de lo que había crecido en años. Cuando continuó su camino ya no era el Enrique con sus dudas, sus angustias y anhelos de justicia humana solamente: era algo distinto y horrible, pero él no se dio cuenta de ello, él sólo sabía de su odio y de la revolución. Unos metros más allá se volvió a mirar la iglesia una vez  más.

Y escupió.

Después pensó en una hoguera inmensa que consumiera imágenes y textos, templos y fanatismo, fe y a todo aquel ejército negro que se alzaba frente al comunismo como una moderna muralla china. En las fuerzas políticas no quiso pensar mucho. ‘No se trata de odiarlas, sino de destruirlas, después de utilizar a las que puedan sernos utilizables’ ”. 

 

En la próxima entrega veremos algo de la “Tercera parte”, intitulada “El virus”, concretamente el capítulo V intitulado “La trampa”, que figura en las páginas 206 y siguientes.

Continuará.



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