Como decíamos en nuestro
anterior artículo, en éste transcribiremos el capítulo intitulado “La toma del Palacio de Invierno”,
páginas 37 a
40, del citado libro.
LA TOMA DEL PALACIO DE
INVIERNO
“La propaganda comunista ha hecho del «asalto al
Palacio de Invierno» un asombroso componente de la mitología bolchevique. El
episodio se presenta como la justificación histórica de las tácticas
insurreccionales frente al «reformismo» o la «moderación» de otros grupos de
izquierda. En primer lugar, los que también se proclaman seguidores de Marx.
Los «hermanos enemigos» o los «adversarios inmediatos», según la terminología
comunista. «El Soviet debe tomar revolucionariamente el poder». Y como esa toma
del poder «no puede efectuarse sino por medio de la insurrección, ¡viva la
insurrección armada de los obreros y los soldados!».
Pero del célebre «asalto al Palacio de Invierno» hay
dos versiones muy distintas. La heroica, contada con maravillosas falsedades
en una estupenda película de Eisenstein. Y el cuadro sin ningún atisbo de
epopeya que cada día, con más documentación y claridad, nos viene descubriendo
la historia. En efecto, aquellos diez días «acabaron por conmover realmente al
mundo» —escribe Louis Fischer, aludiendo al tan conocido relato de John Reed—,
pero «apenas levantaron una ondulación en el agua de Petrogrado, que era el
foco de la tormenta».
El Gobierno provisional de Kerenski, por confusión,
cobardía o incompetencia, estuvo dejando hacer a los hombres dirigidos por
Lenin. Los comunistas ocuparon posiciones cada vez de mayor importancia en
todos los centros que podían ser valiosos desde una concepción de estrategia
revolucionaría. Pudieron infiltrarse en el Ejército, en la Flota, en los
Soviets, al interior de los demás partidos políticos, en la Prensa, en los
servicios clave del Estado. Obraron a sus anchas disponiendo de facilidades
increíbles. Fueron colocando sus peones y acorralando al Gobierno hasta convertirse
en los dueños absolutos del terreno.
Es el signo y el estilo para la toma de todos los
«Palacios de Invierno», ayer y hoy, en Rusia y en el resto del mundo. Consiste
en lograr que sean otros los que realicen lo esencial de la demolición
revolucionaria. El camino desbrozado por las más extrañas colaboraciones será
luego avenida triunfal para los hombres que llegan con el martillo y con la
hoz.
El edificio del instituto Smolny, donde actuaba el
Estado Mayor de los bolcheviques, acabó convirtiéndose, sin grandes genialidades
ni heroísmos, en un poder más real que el instalado, sin convicción y sin alma,
en el Palacio de Invierno. Trotsky viene a decir esto mismo de una manera
altamente expresiva: «Era como si el Palacio de Invierno y el Smolny hubieran
trocado sus puestos».
Y más adelante —en su «Historia de la revolución
rusa»—, quien fuera cabeza militar en aquellas jornadas históricas nos ofrece
esta sencilla imagen de la realidad: «Las manifestaciones, las luchas de
calles, las barricadas, todo lo comprendido en la idea corriente de una
insurrección, eran casi completamente inexistentes». (A la película de
Eisenstein le sobran una cantidad de secuencias tan prodigiosas como irreales.)
Gerard Walter, en su interesante biografía de Lenin,
ofrece este''curioso relato: «A partir de la una y media de la noche, destacamentos militares y grupos de obreros armados se ponen en marcha hacia las estaciones, los puentes, los edificios públicos. La
cosa transcurre en todas partes tranquilamente, sin el menor derramamiento de
sangre. Apenas si algún «kerenskista» recalcitrante se hace poner fuera de
combate a culatazos. Únicamente la ocupación de la central telefónica causó
alguna perturbación. Las señoritas del teléfono, al ver invadido su local, se
espantaron y se desmayaron con conmovedora unanimidad. El representante de la
nueva autoridad encontró enseguida un medio excelente para reanimarlos. Mandó
traer del centro de abastecimientos de su sección, azúcar, té, panecillos y
latas de conservas. La llegada de la camioneta cargada con todas esas cosas
buenas, y bastante raras en aquel cuarto año de guerra, produjo un efecto
mágico y todas reanudaron su sonrisa y su trabajo con una unanimidad no menos
conmovedora».
El siguiente dato es asombrosamente revelador. La
noche que precede a la jornada definitiva del 25 de octubre (7 de noviembre en
nuestro calendario), cuando se supone que todas las fuerzas del Gobierno están
en alerta, todas las esquinas con cañones en acecho, y que cualquier persona
puede ser detenida en cualquier momento, Lenin decide abandonar el escondite
—que le tiene asignado el partido— para trasladarse al Instituto Smolny. Este
edificio queda muy lejos; son las diez de la noche; Lenin no dispone de ningún
vehículo; «no está seguro de encontrar un tranvía» —como dice una crónica—;
«corre el riesgo de caer en manos de una patrulla de vigilancia», pero nada le
importa. Y emprende «una agotadora carrera a pie, con su eterna peluca de
conspirador y sus botas de hule (por si llueve), a través de las interminables
avenidas de la capital». ¿Se imagina alguien al Jefe de una revolución rodeado
de «peligrosos enemigos», un Gobierno, la Policía, el Ejército, las «poderosas
tropas» de Kerenski, caminando sin protección, a pie, en la noche, por las
calles de Petrogrado? Veamos también el testimonio del propio Kerenski. En su
libro titulado «La catástrofe», cuenta lo que le informó aquella triste noche
un comisario del Gobierno llamado Rogovsky. «Éste llamó nuestra atención
especialmente sobre el hecho de que los bolcheviques estaban llevando a cabo
su plan sin ningún contratiempo, sin encontrar ninguna resistencia por parte de
las tropas del Gobierno... Las fuerzas del distrito militar de Petrogrado
contemplaban los acontecimientos con una indiferencia total... Las horas
transcurrían penosamente. Esperábamos refuerzos de todas partes, pero no
apareció ninguno». En aquellas desoladoras condiciones, dicen que el pobre
Kerenski abandonó el Palacio de Invierno en busca de tropas con el propósito
de regresar y hacer posible la última resistencia. Nadie le apoyó, nadie quiso
«levantar un dedo por él», escribe un observador extranjero. Kerenski, desde
luego, no regresó. Su fantasma desapareció de la escena entre las sombras de la
historia.
Lenin, que ha llegado al Smolny en la madrugada con
peluca y botas de hule, como sabemos, no espera la ocupación del Palacio de
Invierno para anunciar al país y al mundo la noticia de que «el Gobierno de
Kerenski no existe». Y en realidad, no existe. Para Lenin, el palacio y quienes
todavía se encuentran allí son «los miserables restos de un pasado muerto, que
van a ser barridos de un momento a otro». Como ha escrito un cronista francés:
«El gobierno fue derribado antes de que pudiera decir ¡ay!». (Podemos volver a
ver, para admirar el arte cinematográfico, las grandes películas de
Eisenstein).
La conclusión es que el éxito revolucionario se
produce cuando las condiciones objetivas son favorables y además cuenta la colaboración
involuntaria y con ella la complicidad consciente de quienes cumplen la primera
parte de la ruptura para que pueda producirse la segunda.
Como en Checoslovaquia, con los tremendos errores de
Eduardo Benes y la descarada complicidad del socialista Zdenek Fierlinger.
Como en Cuba, donde fueron otros quienes llevaron el mayor peso de la lucha por
la democracia y la Constitución. Como en España, donde los comunistas confiesan
ahora con todas sus letras: ‘Sin el Frente Popular, no habría habido lucha
armada’.
Los comunistas asaltan los ‘Palacios de Invierno’
cuando otros se han encargado de ablandar los muros y entreabrir las puertas”
Ahí queda eso, “historieteros”
de fascículo.
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