La “conditio sine qua non” para que un candidato político justifique su
presentación a cualquier tipo de votaciones, que no elecciones, es decir la
verdad. No solamente la verdad de su programa político, sino también la verdad
del sacrificio que va a costar el llevar a cabo dicho programa.
Pero, claro, esto de decir la verdad hace muchos
años que no se lleva en España. No hay más que recordar “las verdades” del “gonzalato”, las posteriores del “zapaterato” y las actuales
del “sanchismo-yolandismo”. De pena y dolor.
Más que decir la verdad, lo que importa es el boato,
la buena impresión que hay que causar en el electorado, las imágenes, los
escenarios, la publicidad, los montajes de la propaganda, los panfletos, la
megafonía a todo arpegio, etc, etc. Es decir, se consideran como instrumentos
de relación con el electorado todo esto que acabamos de decir, antes que la
propia palabra que, como ya está sobradamente demostrado, sólo servirá para
transmitir y contar mentiras.
En una palabra: todos los candidatos mienten, unos
más que otros, obviamente, y por tal motivo, se convierten automáticamente en
instrumentos de falsedad, demagogia, de populismo y de logomaquia. Además,
siembran la incertidumbre, la incredulidad y la duda. Y lo que es peor: ponen
en entredicho el buen funcionamiento del Estado y de las instituciones.
Y terminamos con unas palabras de dos militantes ex comunistas, Carlos Semprún Maura y Jean François
Revel. El primero decía: “Quienes han convertido la mentira en dogma,
quienes prácticamente siempre han hecho lo contrario de lo que han dicho,
fueron los comunistas”.
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