Someramente diremos que el autor, nacido
en la Rusia soviética en 1942, fue uno
de los muchos disidentes escritores y defensores de los derechos humanos que
allí nunca hubo. Fue el primero en denunciar la existencia de hospitales
psiquiátricos como medios de represión contra la población disidente. Estuvo
encarcelado 12 años, pasando por campos de concentración, por varias cárceles y
también estuvo internado en hospitales psiquiátricos. Una vez desaparecido el
sistema, los habitantes de la URSS dejaron de tener miedo a la represión y se
dedicaron a exponer todos los errores y horrores del comunismo. Tal es el caso
de Vladimir Boukovski y de otros muchos.
Y terminamos el comentario de este libro con
lo que se lee en las páginas 126 a 128, pertenecientes al Capítulo IX
intitulado “El arma del terror”. Dice
así:
“Pero
el terror se agotó, se calmaron las pasiones y el entusiasmo de las masas se
disipó como los humos de la embriaguez, y en lugar de los centelleos de un
mundo nuevo ya sólo hubo una tierra agotada y pantanos putrefactos. Ni jardines
ni ciudades —solamente palabras—. Como en los cuentos en que las joyas
ofrecidas por el Diablo se reducen en la madrugada a grumos de lodo.
Lo
que queda es un país envilecido, un régimen social corrupto en el que se ha
destruido durante mucho tiempo el tipo de hombre apto para el trabajo, el miedo
que ya no sólo se aloja en los huesos sino en los genes, la estructura del
poder y el aparato represivo, la propaganda omnipresente y el reclutamiento de
la población en organizaciones; y como una cera impresa, el todo conserva el
sello de la ideología que por lo demás es el único oficio de millones de
hombres. No importa su credo rumiando su poder y sus privilegios, si no es que
su vida, dependen ahora del triunfo de esta ideología. Ningún tratado podrá
llevarlos a renunciar a ella.
Quedan
también las almas mutiladas de pueblos enteros que han destruido su cultura,
aniquilado sus tradiciones y mancillado sus santuarios. Esto es tal vez lo más
grave, lo irreparable, pues es fácil destruir en sí al ser humano, pero casi
imposible hacerlo renacer. Nadie niega nunca ahora que se ha perpetrado un
crimen abominable. ¿Pero cómo? ¿De quién es la culpa? ¿Cómo es que nadie se dio
cuenta antes? Usted no podrá apresar a los culpables, pues unos afirman que no
sabían, otros que tenían miedo y otros que creían. ¿Pero cómo no darse cuenta
del arresto de los vecinos y de los colegas cuyo exterminio se le pide que
apruebe públicamente? ¿Bajo la coacción del miedo se dividen sus bienes y
ocupan su casa? ¿En qué se puede creer a la vista de las mujeres y los niños
que se mueren de hambre y que llegan por milagro a la ciudad desde su campo que
están destruyendo? Pues bien, tenemos que todos pasaban ante ellos volviendo la
cabeza, sin darles un pedazo de pan, para luego ir con nuevos bríos a
pintarrajear carteles, gritar canciones revolucionarias y construir fábricas
gigantes. En esta cadena de montaje cada uno tenía su lugar y su pequeño
movimiento poco comprometedor que cumplir.
Así
es y nada puede disminuir la culpa. Pero tampoco se «notó» nada en el mundo
exterior en donde el terror no causaba estragos, aunque la información era más
que suficiente. Cualquier esfuerzo que hagan hoy a posteriori los maestros de
entonces y sus adeptos contemporáneos para enmendarse, el hecho es que no sólo
no quisieron conocer la verdad, no sólo negaron la evidencia tachándola de
calumnia del enemigo sino que justificaron lo que se estaba produciendo
diciendo que era la agonía del «viejo mundo», la sangre y las angustias
inevitables en el parto del «mundo nuevo». Encontrábamos toda la gama, desde el
«yo no sé» hasta el «yo creo», desde el terror y el miedo, el miedo de saber
algo que vendría a minar la creencia, hasta el terror intelectual y la
excomunión de los herejes; toda la gama se encontraba ahí en donde no había ni
comisarios armados con Máuser ni Gulag como únicos términos de la alternativa
que obligaba a la participación. A diferencia de los que no dormían en la noche
acechando los golpes en la puerta, aquéllos no tenían nada que temer más que la
pérdida de su prestigio de maestros y salvadores dela Humanidad. Es decir, en
el fondo su poder, pues se puede sacrificar al poder el cadáver de los demás.
¿Qué
les ocurrió durante décadas a los hombres? ¿De dónde vino esa crueldad, esa
falta de conciencia al creer que no habían existido milenios de civilización
que abolieron los sacrificios humanos? Existe. a pesar de todo en el hombre
algo que lo retiene ante el asesinato, el robo, la traición y que, en fin, lo
empuja a veces a socorrer a otro, y tal vez con peligro de su vida. No es sólo
el miedo al castigo o a la vergüenza que ha asegurado durante siglos el orden
sobre la Tierra. Seguro que no es la primera vez que unos hombres se han negado
a ver hechos que amenazan una creencia cómoda, pero nunca semejante posición
había desembocado hasta ahora en una catástrofe tan completa. ¿En dónde estaba,
pues, la facultad igualmente humana de dudar, superar el miedo y mirar los
hechos de frente?".
Otras de las consecuencias de la implosión
soviética, fue la apertura parcial de los archivos del KGB. Con tal motivo se
han publicado varios libros, de los
que ya hemos comentado algunos.
Otros los comentaremos próximamente.
Pero nada, oiga, durante la I I República
Española “¡Viva la URSS!” y “Amigos de la Unión Soviética” ¿Sería
este el “vínculo luminoso”?
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