Así se intitula el libro de Vladimir
Boukovski, editado por Arias Montano Editores, 1991, 227 páginas.
Someramente diremos que el autor, nacido
en la Rusia soviética en 1942, era uno
de los muchos disidentes escritores y defensores de los derechos humanos perseguidos
por el sistema. Fue el primero en
denunciar la existencia de hospitales psiquiátricos como medios de represión
contra la población disidente. Estuvo encarcelado 12 años, pasando por campos
de concentración, por varias cárceles y también estuvo internado en hospitales
psiquiátricos. Una vez desaparecido el sistema, los habitantes de la URSS dejaron
de tener miedo a la represión y se dedicaron a exponer todos los errores y
horrores del comunismo. Tal es el caso de Vladimir Boukovski y de otros muchos.
De la mencionada obra, exponemos lo que
figura en las páginas 126 a 128, pertenecientes al Capítulo IX intitulado “El arma del terror”. Dice así:
"De
hecho la fe es un asunto profundamente personal que es superfluo manifestar en
público a los vecinos o colegas. No se la grita en los micrófonos ni se
emborronan con ella los periódicos. Durante esos años terribles la fe vivía
todavía en esas hileras grises e interminables que se extendían desde la
madrugada hacia las ventanillas de las prisiones. Era ella la que agonizaba en
los convoyes hacia los campos de concentración, reventaba de hambre en los
campamentos, se alojaba en las isbas o se calentaba ante las humildes
lamparillas clandestinas. Ahí estaba la fe. No obstante, en un mundo
ensangrentado de banderas e inundado de calicós desplegaba otra cosa muy
diferente, lo que se llamaba «entusiasmo de las masas», y que era una sicosis
colectiva. Todos se esforzaban por parecerse a las imágenes de los carteles que
representaban a obreros y campesinos, a todos esos adolescentes y a esas
muchachas que se vuelven hacia el futuro con toda su abnegación. El aire
vibraba de optimismo, e incluso en la soledad se continuaba dándole vueltas en
el cerebro a los cantos revolucionarios. Vayan ustedes a saber ahora si lo que
iban a esconder en esos desfiles era su miedo o su conciencia, su vergüenza o
su responsabilidad, pero el caso es que eso no tenía que ver con la fe, sino
que había ahí un deseo apasionado de creer en la propaganda aunque fuera la más
burda. El instinto de conservación o la voz insidiosa de la auto-justificación
murmuraba en el oído: «Cree como los demás y te irá mejor. Destruye lo viejo y
construye lo nuevo al mismo ritmo que los demás y no te vas a equivocar.
Entonces el Diablo no te va a tragar y los comisarios no te van a llenar de
plomo la nuca, ¡pues finalmente no se puede castigar a todo el mundo!»
Continuará.
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