Y seguimos transcribiendo lo escrito por Alexander Orlov, que aparece en el Selecciones del Readr’s Digest de fecha noviembre de 1966, páginas 23 a 31:
“Siguiendo instrucciones de Negrín,
un alto funcionario de la Dirección General del Tesoro me dio detalles acerca
del oro y su lugar de almacenamiento. Había unas diez mil cajas, cuyas
dimensiones eran 30,5 x 48,2 x 17,7 cm., cada una con 65 kilos y medio del
precioso metal, lo que suponía unas 725 toneladas.
Al día siguiente salí para Cartagena
por carretera. En aquella base me encontré con nuestro agregado naval y viejo
amigo mío Nikolai Kuznetsov (que durante la Segunda Guerra Mundial fue ministro
de Marina de la URSS), al que di instrucciones para hacerse cargo de todos los
buques rusos que llegaran a Cartagena, lograr que fueran descargados
rápidamente y ponerlos bajo mi mando. Un carguero soviético estaba en el
puerto, y se esperaba la arribada de otros más. También conferenciamos con el
jefe español de la base, el cual puso sesenta marineros a mi dis-posición.
Me enfrenté, luego con el problema de
transportar el oro desde la gruta al muelle. Una brigada soviética de tanques
había desembarcado en Cartagena dos semanas antes y se hallaba destacada en
Archena, a unos 65 kilómetros de distancia. Su jefe era el coronel S.
Krivoshein, al que los españoles conocían por Melé. Krivoshein puso a mi
disposición veinte de sus camiones militares y otros tantos de sus mejores
conductores de carros.
Finalmente, todo estuvo a punto. Mis
camiones estaban aparcados en la estación de ferrocarril cartagenera, con un
tanquista soviético, vestido con uniforme español, al volante de cada uno. Los
sesenta marineros que cargarían el oro habían sido enviados a la gruta con una
o dos horas de anticipación. Los tripulantes de cuatro barcos rusos, incluidos
cocineros y camareros, sabían ya que les esperaban varias noches de duro
trabajo para llevar a bordo un importante cargamento. Y así, el 22 de octubre,
al caer la tarde, me dirigí al polvorín seguido de una caravana de camiones.
Los marineros españoles, todos ellos
procedentes de la flota submarina, eran jóvenes y de escasa corpulencia. Hacían
falta dos de ellos para llevar una caja y subirla al camión. Para facilitar el
recuento limité la carga de cada vehículo a cincuenta cajas y, una vez
cargados, envié los camiones al puerto en grupos de diez. Cuando volvían, dos
horas más tarde, otros diez vehículos estaban dispuestos a partir con otras
quinientas cajas. Mi coche, en el que viajaba yo u otro miembro de la N. K. V.
D. y uno de los funcionarios del Tesoro, encabezaba cada convoy.
Cuando la operación estuvo en marcha
planteé finalmente al funcionario de la Dirección General del Tesoro que se
hallaba a mi lado, la pregunta que había evitado cuidadosamente hasta entonces:
—¿Cuánto oro se supone que vamos a
enviar?
Debido a la atropellada preparación
del envío por parte española, el funcionario contestó:
—¡ Oh, más de la mitad, supongo! '
Sería, pensé, mucho más.
La carga y el transporte continuaron
durante tres noches, desde las siete de la tarde a las diez de la mañana.
Aquéllas fueron noches sin luna. Como la ciudad estaba permanentemente a
oscuras, no podíamos usar los faros. A veces un conductor perdía de vista el
camión que le precedía, y parte de la columna se fraccionaba.
Tuve muchas preocupaciones a causa de
esto, porque los tanquistas, aunque vestían uniforme español, no hablaban una
palabra de castellano. ¿Qué pasaría si eran detenidos por una patrulla militar
y tomados por espías alemanes? La justicia de la guerra civil era rápida y
tajante. ¿Y si se registraban los camiones? La noticia de que unos extranjeros
se llevaban camiones cargados de oro podía provocar un estallido de violencia
política”.
Continuará.
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