lunes, 31 de mayo de 2021

“Así se apoderó Stalin del oro de España” ( I V )


 Y seguimos transcribiendo lo escrito por Alexander Orlov, que aparece en el Selecciones del Readr’s Digest de fecha noviembre de 1966, páginas 23 a 31:

“Siguiendo instrucciones de Negrín, un alto funcionario de la Dirección General del Tesoro me dio detalles acerca del oro y su lugar de almacenamiento. Había unas diez mil cajas, cuyas dimensiones eran 30,5 x 48,2 x 17,7 cm., cada una con 65 kilos y medio del precioso metal, lo que suponía unas 725 toneladas.

Al día siguiente salí para Cartagena por carretera. En aquella base me encontré con nuestro agregado naval y viejo amigo mío Nikolai Kuznetsov (que durante la Segunda Guerra Mundial fue ministro de Marina de la URSS), al que di instrucciones para hacerse cargo de todos los buques rusos que llegaran a Cartagena, lograr que fueran descargados rápidamente y ponerlos bajo mi mando. Un carguero soviético estaba en el puerto, y se esperaba la arribada de otros más. También conferenciamos con el jefe español de la base, el cual puso sesenta marineros a mi dis-posición.

Me enfrenté, luego con el problema de transportar el oro desde la gruta al muelle. Una brigada soviética de tanques había desembarcado en Cartagena dos semanas antes y se hallaba destacada en Archena, a unos 65 kilómetros de distancia. Su jefe era el coronel S. Krivoshein, al que los españoles conocían por Melé. Krivoshein puso a mi disposición veinte de sus camiones militares y otros tantos de sus mejores conductores de carros.

Finalmente, todo estuvo a punto. Mis camiones estaban aparcados en la estación de ferrocarril cartagenera, con un tanquista soviético, vestido con uniforme español, al volante de cada uno. Los sesenta marineros que cargarían el oro habían sido enviados a la gruta con una o dos horas de anticipación. Los tripulantes de cuatro barcos rusos, incluidos cocineros y camareros, sabían ya que les esperaban varias noches de duro trabajo para llevar a bordo un importante cargamento. Y así, el 22 de octubre, al caer la tarde, me dirigí al polvorín seguido de una caravana de camiones.

Los marineros españoles, todos ellos procedentes de la flota submarina, eran jóvenes y de escasa corpulencia. Hacían falta dos de ellos para llevar una caja y subirla al camión. Para facilitar el recuento limité la carga de cada vehículo a cincuenta cajas y, una vez cargados, envié los camiones al puerto en grupos de diez. Cuando volvían, dos horas más tarde, otros diez vehículos estaban dispuestos a partir con otras quinientas cajas. Mi coche, en el que viajaba yo u otro miembro de la N. K. V. D. y uno de los funcionarios del Tesoro, encabezaba cada convoy.

Cuando la operación estuvo en marcha planteé finalmente al funcionario de la Dirección General del Tesoro que se hallaba a mi lado, la pregunta que había evitado cuidadosamente hasta entonces:

—¿Cuánto oro se supone que vamos a enviar?

Debido a la atropellada preparación del envío por parte española, el funcionario contestó:

—¡ Oh, más de la mitad, supongo! ' Sería, pensé, mucho más.

La carga y el transporte continuaron durante tres noches, desde las siete de la tarde a las diez de la mañana. Aquéllas fueron noches sin luna. Como la ciudad estaba permanentemente a oscuras, no podíamos usar los faros. A veces un conductor perdía de vista el camión que le precedía, y parte de la columna se fraccionaba.

Tuve muchas preocupaciones a causa de esto, porque los tanquistas, aunque vestían uniforme español, no hablaban una palabra de castellano. ¿Qué pasaría si eran detenidos por una patrulla militar y tomados por espías alemanes? La justicia de la guerra civil era rápida y tajante. ¿Y si se registraban los camiones? La noticia de que unos extranjeros se llevaban camiones cargados de oro podía provocar un estallido de violencia política”.

Continuará.



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