Y seguimos transcribiendo lo escrito por
Alexander Orlov, que aparece en el Selecciones del Readr’s Digest de fecha
noviembre de 1966, páginas 23 a 31:
“Las
fuerzas de Franco apretaban su cerco en torno a Madrid y la caída de la capital
parecía inminente. El traslado del oro y la plata de las cajas del Banco de
España fue ordenado en una disposición secreta, de fecha 13 de setiembre,
firmada por el presidente de la República, Manuel Azaña, y el ministro de
Hacienda, Dr. Juan Negrín. Este decreto facultaba al ministro para transportar
los metales preciosos "al lugar que, en su opinión, ofreciera las mayores
garantías de seguridad". También señalaba que, "a su debido
tiempo", la transferencia sería regularizada mediante su discusión y
aprobación por las Cortes. Sin embargo, este requisito no se cumplió jamás.
Cualquiera
que fuere la legalidad del decreto, la medida no implicaba seguramente el envío
del tesoro fuera del país. Pero al empeorar la situación militar, Negrín,
desesperado, resolvió hacer uso de sus poderes. Con este fin decidió sondear
—sólo el presidente y el jefe del Gobierno tenían conocimiento de esta
decisión— al agregado comercial soviético acerca de la posibilidad de situar el
oro en Rusia. El agregado informó a Moscú, y Stalin aprovechó la oportunidad.
Dos
días después de haber recibido la orden de Stalin conferencié con Negrín en
nuestra Embajada.
El
ministro de Hacienda, un catedrático recién llegado a la Admi-nistración,
parecía el verdadero prototipo del intelectual — opuesto teóricamente al
comunismo, pero, si bien de una manera vaga, simpatizante con el "gran
experimento" ruso. Esta candidez política contribuye a explicar su impulso
de enviar el oro a aquel país. Además, con Alemania e Italia al lado de los
nacionalistas, y ante la indiferencia de las democracias occidentales, Rusia
era un aliado, la única gran potencia que apoyaba a los republicanos españoles.
—¿Dónde
están ahora las reservas de oro? —pregunté.
—En
Cartagena —contestó—. En una de las viejas grutas, al norte de la ciudad,
utilizadas por la Armada como polvorín.
Otra
vez la suerte de Stalin, pensé satisfecho. Mi tarea se simplificaba enormemente
por el hecho de que el cargamento estuviera ya en Cartagena. Aquella amplia
bahía era donde los buques rusos descargaban sus suministros de armamento y
equipo. No solamente barcos, sino también personal de confianza soviético,
estaban a nuestro alcance fácilmente.
Otro
político español tenía que ser informado: el ministro de Marina y Aire,
Indalecio Prieto. Necesitábamos sus barcos de guerra para escoltar el
cargamento a través del Mediterráneo hasta Odesa, en el mar Negro. Cuando se le
consultó, accedió a dar las órdenes necesarias.
La
rapidez era vital. El menor rumor expondría nuestros barcos a ser
interceptados. Además, el temperamento del pueblo español era tal que, si se
filtraba algún indicio de que el tesoro de la nación iba a ser enviado al
extranjero —¡y a la Rusia comunista!—, toda la operación, y sus autores, serían
exterminados”.
Continuará.
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