jueves, 19 de octubre de 2017

“El tercer ejército de la URSS” ( y I I )


Como decíamos en nuestro anterior artículo, en éste transcribiremos el capítulo intitulado “La toma del Palacio de Invierno”, páginas 37 a 40, del citado libro.


LA TOMA DEL PALACIO DE INVIERNO

“La propaganda comunista ha hecho del «asalto al Palacio de Invierno» un asombroso componente de la mitología bolchevique. El episodio se presenta como la justificación histórica de las tácticas insurreccionales frente al «reformismo» o la «moderación» de otros grupos de izquierda. En primer lugar, los que también se proclaman seguidores de Marx. Los «hermanos enemigos» o los «adversarios inmediatos», según la terminología comunista. «El Soviet debe tomar revolucionariamente el poder». Y como esa toma del poder «no puede efectuarse sino por medio de la insurrección, ¡viva la insurrección armada de los obreros y los soldados!».

Pero del célebre «asalto al Palacio de Invierno» hay dos versiones muy distintas. La heroica, contada con maravillosas falsedades en una estupenda película de Eisenstein. Y el cuadro sin ningún atisbo de epopeya que cada día, con más documentación y claridad, nos viene descubriendo la historia. En efecto, aquellos diez días «acabaron por conmover realmente al mundo» —escribe Louis Fischer, aludiendo al tan conocido relato de John Reed—, pero «apenas levantaron una ondulación en el agua de Petrogrado, que era el foco de la tormenta».

El Gobierno provisional de Kerenski, por confusión, cobardía o incompetencia, estuvo dejando hacer a los hombres dirigidos por Lenin. Los comunistas ocuparon posiciones cada vez de mayor importancia en todos los centros que podían ser valiosos desde una concepción de estrategia revolucionaría. Pudieron infiltrarse en el Ejército, en la Flota, en los Soviets, al interior de los demás partidos políticos, en la Prensa, en los servicios clave del Estado. Obraron a sus anchas disponiendo de facilidades increíbles. Fueron colocando sus peones y acorralando al Gobierno hasta convertirse en los dueños absolutos del terreno.

Es el signo y el estilo para la toma de todos los «Palacios de Invierno», ayer y hoy, en Rusia y en el resto del mundo. Consiste en lograr que sean otros los que realicen lo esencial de la demolición revolucionaria. El camino desbrozado por las más extrañas colaboraciones será luego avenida triunfal para los hombres que llegan con el martillo y con la hoz.

El edificio del instituto Smolny, donde actuaba el Estado Mayor de los bolcheviques, acabó convirtiéndose, sin grandes genialidades ni heroísmos, en un poder más real que el instalado, sin convicción y sin alma, en el Palacio de Invierno. Trotsky viene a decir esto mismo de una manera altamente expresiva: «Era como si el Palacio de Invierno y el Smolny hubieran trocado sus puestos».

Y más adelante —en su «Historia de la revolución rusa»—, quien fuera cabeza militar en aquellas jornadas históricas nos ofrece esta sencilla imagen de la realidad: «Las manifestaciones, las luchas de calles, las barricadas, todo lo comprendido en la idea corriente de una insurrección, eran casi completamente inexistentes». (A la película de Eisenstein le sobran una cantidad de secuencias tan prodigiosas como irreales.)

Gerard Walter, en su interesante biografía de Lenin, ofrece este
''curioso relato: «A partir de la una y media de la noche, destaca-¬
mentos militares y grupos de obreros armados se ponen en mar-¬
cha hacia las estaciones, los puentes, los edificios públicos. La
cosa transcurre en todas partes tranquilamente, sin el menor derramamiento de sangre. Apenas si algún «kerenskista» recalcitrante se hace poner fuera de combate a culatazos. Únicamente la ocupación de la central telefónica causó alguna perturbación. Las señoritas del teléfono, al ver invadido su local, se espantaron y se desmayaron con conmovedora unanimidad. El representante de la nueva autoridad encontró enseguida un medio excelente para reanimarlos. Mandó traer del centro de abastecimientos de su sección, azúcar, té, panecillos y latas de conservas. La llegada de la camioneta cargada con todas esas cosas buenas, y bastante raras en aquel cuarto año de guerra, produjo un efecto mágico y todas reanudaron su sonrisa y su trabajo con una unanimidad no menos conmovedora».

El siguiente dato es asombrosamente revelador. La noche que precede a la jornada definitiva del 25 de octubre (7 de noviembre en nuestro calendario), cuando se supone que todas las fuerzas del Gobierno están en alerta, todas las esquinas con cañones en acecho, y que cualquier persona puede ser detenida en cualquier momento, Lenin decide abandonar el escondite —que le tiene asignado el partido— para trasladarse al Instituto Smolny. Este edificio queda muy lejos; son las diez de la noche; Lenin no dispone de ningún vehículo; «no está seguro de encontrar un tranvía» —como dice una crónica—; «corre el riesgo de caer en manos de una patrulla de vigilancia», pero nada le importa. Y emprende «una agotadora carrera a pie, con su eterna peluca de conspirador y sus botas de hule (por si llueve), a través de las interminables avenidas de la capital». ¿Se imagina alguien al Jefe de una revolución rodeado de «peligrosos enemigos», un Gobierno, la Policía, el Ejército, las «poderosas tropas» de Kerenski, caminando sin protección, a pie, en la noche, por las calles de Petrogrado? Veamos también el testimonio del propio Kerenski. En su libro titulado «La catástrofe», cuenta lo que le informó aquella triste noche un comisario del Gobierno llamado Rogovsky. «Éste llamó nuestra atención especialmente sobre el hecho de que los bolcheviques estaban llevando a cabo su plan sin ningún contratiempo, sin encontrar ninguna resistencia por parte de las tropas del Gobierno... Las fuerzas del distrito militar de Petrogrado contemplaban los acontecimientos con una indiferencia total... Las horas transcurrían penosamente. Esperábamos refuerzos de todas partes, pero no apareció ninguno». En aquellas desoladoras condiciones, dicen que el pobre Kerenski abandonó el Palacio de Invierno en busca de tropas con el propósito de regresar y hacer posible la última resistencia. Nadie le apoyó, nadie quiso «levantar un dedo por él», escribe un observador extranjero. Kerenski, desde luego, no regresó. Su fantasma desapareció de la escena entre las sombras de la historia.

Lenin, que ha llegado al Smolny en la madrugada con peluca y botas de hule, como sabemos, no espera la ocupación del Palacio de Invierno para anunciar al país y al mundo la noticia de que «el Gobierno de Kerenski no existe». Y en realidad, no existe. Para Lenin, el palacio y quienes todavía se encuentran allí son «los miserables restos de un pasado muerto, que van a ser barridos de un momento a otro». Como ha escrito un cronista francés: «El gobierno fue derribado antes de que pudiera decir ¡ay!». (Podemos volver a ver, para admirar el arte cinematográfico, las grandes películas de Eisenstein).

La conclusión es que el éxito revolucionario se produce cuando las condiciones objetivas son favorables y además cuenta la colaboración involuntaria y con ella la complicidad consciente de quienes cumplen la primera parte de la ruptura para que pueda producirse la segunda.

Como en Checoslovaquia, con los tremendos errores de Eduardo Benes y la descarada complicidad del socialista Zdenek Fierlinger. Como en Cuba, donde fueron otros quienes llevaron el mayor peso de la lucha por la democracia y la Constitución. Como en España, donde los comunistas confiesan ahora con todas sus letras: ‘Sin el Frente Popular, no habría habido lucha armada’.

Los comunistas asaltan los ‘Palacios de Invierno’ cuando otros se han encargado de ablandar los muros y entreabrir las puertas”


Ahí queda eso, historieteros de fascículo del octubre rojo.



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