“Otro
motivo de angustia era la posibilidad de un bombardeo nacionalista. Las grutas
inmediatas a la utilizada como depósito del oro estaban llenas de explosivos;
un impacto directo significaría el fin de todos nosotros. Por otra parte,
nuestros barcos podían ser hundidos en el puerto.
Durante
aquellos días no dormí más de cuatro horas, por término medio. Entre carga y
carga, los marineros encerrados en la gruta dormían también, tendidos en el
suelo. Les dábamos emparedados, café, bebidas frías, chocolate y cacahuetes.
Para matar el tiempo, muchos de ellos jugaban a las cartas. Resultaba irónico
que emplearan en sus partidas monedas de cobre y, en algunos casos, cacahuetes,
estando rodeados de millones en oro. La suerte nos acompañó hasta la tercera y
última noche. Hacia las cuatro de la madrugada, un grupo de bombarderos
apareció súbitamente sobre las colinas. Desde la gruta podíamos escuchar la
explosión de las bombas en los muelles. En el puerto, según pude saber por las
declaraciones de los conductores que regresaban, los aviones habían alcanzado a
un carguero español que estaba fondeado junto a nuestros barcos. Decidí
acelerar la operación y hacer que mis buques abandonaran la bahía lo más
rápidamente posible.
Cuando
aquella noche, después de cargado, el último camión salió para los muelles,
pedí al funcionario del Tesoro que me dijera la cifra final.
—He
contado 7.800 cajas —contestó—; tres cuartas partes de las reservas de oro.
A las diez de la mañana del 25 de octubre la
última caja subió a bordo del último barco. Había llegado un momento inevitable
y embarazoso para mí: ¡Me pedían un recibo!
Evitando
la mirada de los ojos patéticos e inyectados en sangre del funcionario español,
traté de no dar importancia al asunto.
—¿Un
recibo? Pero, compañero, no estoy autorizado a dárselo. No se preocupe, amigo
mío. Ese recibo será extendido por el Banco del Estado de la Unión Soviética
cuando todo sea comprobado y pesado. El funcionario respiró afanosamente, como
si hubiera sido alcanzado por un rayo. Apenas podía hablar con coherencia. No
comprendía... Aquello podía costarle la vida en esos momentos... ¿Llamaría a
Madrid?
Yo
estaba dispuesto a mantenerle alejado del teléfono, por la fuerza si fuera
necesario. En su lugar, le sugerí que enviara un representante del Tesoro en
cada barco, en calidad de vigilante oficial del oro. Lógicamente, esta
concesión no significaba nada. Pero aquel hombre estaba tan aturdido que se
aferró a dicha solución.
Dos
horas después zarparon los buques. Por fin pude informar a Moscú que el
precioso cargamento se hallaba rumbo a Odesa.
Posteriormente,
y por los informes de algunos altos funcionarios del Servicio de Inteligencia
que iban y venían1 entre Rusia y España, pude conocer lo sucedido en el lado
soviético de la operación.
Numerosos
altos oficiales de la N. K. V. D., procedentes de Moscú y Kiev, se reunieron en
Odesa. Durante varios días trabajaron como estibadores descargando las cajas y
llevándolas a un tren especial. Una amplia zona, desde los muelles a la
estación de ferrocarril, fue acordonada por tropas escogidas.
Cuando
el tren salió para Moscú, centenares de oficiales armados escoltaron el
cargamento, como si se tratara de atravesar un territorio enemigo.
Supe
que Stalin, para celebrar el golpe, ofreció una magnífica recepción a los altos
jefes de la N. K. V. D. la noche siguiente a la llegada del cargamento a Moscú.
Todo el Politburó estuvo presente. El dictador estaba entusiasmado. ¡Qué
triunfo para un hombre que había empezado su carrera política organizando
atracos a los bancos en favor de su causa!
El
jefe de la N. K. V. D., Yezhov, contó a un amigo mío que Stalin pronunció estas
joviales palabras:
—Nunca
volverán a ver su oro, del mismo modo que no pueden verse sus propias orejas.
En
los veintiún meses que transcurrieron entre la "Operación Oro" y mi
deserción del régimen soviético, estuve en estrecho contacto con los líderes
republicanos españoles, pero el asunto siguió siendo un callado y doloroso
secreto entre nosotros. Estaba seguro de que su acción había empezado a
parecerles un error monumental. La única vez que se mencionó la cuestión fue en
el curso de una conversación con Negrín.
—¿
Recuerda aquellos cuatro hombres de la Dirección General del Tesoro que fueron
enviados a bordo de sus barcos? —preguntó—. Todavía están en Rusia, y ya ha
pasado un año. Me pregunto por qué a esos pobres muchachos no se les permite
regresar a su tierra.
Aquellos
cuatro desdichados, según pude descubrir mucho tiempo después, no pudieron
salir de Rusia hasta que terminó la guerra en España.
El
Generalísimo Franco debió enterarse de la desaparición del oro tan pronto como
tomó Madrid. Pero su gobierno no dijo una palabra de ello durante más de
dieciocho años. La moneda española, ya un tanto débil, podría haberse
derrumbado si se hubiera sabido que las arcas nacionales estaban casi vacías.
El
silencio oficial se rompió una sola vez, en diciembre de 1956, después de la
muerte del Dr. Juan Negrín. De entre sus papeles privados se rescató finalmente
un recibo oficial por el oro depositado en la Unión Soviética.
Pocos
meses después, en un artículo claramente irónico, el periódico Pravda admitía
que unas quinientas toneladas de oro habían llegado a la URSS en 1936, y que el
Gobierno soviético había expedido el oportuno recibo. El oro, seguía diciendo
el diario, era la garantía por el pago de los aviones, armas y otras mercancías
soviéticas enviadas a la República española. No sólo se había gastado todo,
¡sino que todavía se debían cincuenta millones de dólares a la Rusia soviética!
Y
así sigue el asunto”.
Como ya supondrán, de todo lo expuesto en
estas cinco entregas, los de la internacional de la mentira, del odio y del
terror dicen ni mu.
Nota.- como decíamos en la primera
entrega, recomendamos leer los
comentarios sobre el libro “El
caso Orlov”. Los servicios secretos soviéticos en la guerra civil española”, insertados en este blog con fechas 14 y 16
de setiembre de 2020.
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