“A lo largo de los últimos diez siglos
(excluyendo la etapa abierta por la SGM), Europa ha desplegado una potencia
cultural muy superior a cualquier otra civilización. La razón de ello se
encuentra seguramente en la religión cristiana. Y dentro de ella, en su doble
alma de raíz hebrea y grecolatina, entre Jerusalén y Atenas, entre la fe y la
razón. Ambas almas tratan de armonizarse sin conseguirlo nunca del todo, en una
pugna mutua constante. Hay períodos más “hebreos” y más “grecolatinos”. El
llamado Humanismo consistió en una mayor atención a la razón sobre la fe, sin
romper en absoluto con ésta. Contra esa inclinación
racionalista reaccionó Lutero, y desde el siglo XVIII se desarrolla
una ruptura: la razón rechaza la fe, pero lejos de llegar a conclusiones
o valores universales, genera ideologías.
El cultivo de la razón exige una gran libertad intelectual que, paradójicamente, lleva a la abolición de la libertad: su objetivo es hallar la necesidad, las leyes inapelables que rigen el mundo, incluido el ser humano y que hacen ilusoria la libertad (y con ella la moral). La fe, en cambio, detesta la libertad especulativa, pero admite la libertad como una irreductible capacidad moral del hombre situado entre el bien y el mal.
Conviene otra observación, útil desde el punto de vista historiográfico: el análisis puede permitirnos llegar a la esencia radical de las cosas, al menos hasta cierto punto (por ejemplo, nos permite distinguir entre fe y razón); pero la esencia queda siempre relativizada y más o menos desvirtuada por la existencia. Por poner un ejemplo elemental, cada uno se siente como una esencia, un yo con nombre y atributos, pero en su existencia ese yo se encuentra sometido a mil presiones condicionantes o deformantes, que terminan en su destrucción. Así, podemos distinguir algunos rasgos esenciales en el cristianismo, que en su existencia real y temporal pueden cambiar mucho”.
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