Uno de los más grandes tenores de la historia, fue Enrico Caruso. Nació en Nápoles en 1873 y murió en esa misma ciudad en 1921. Contaba, pues, 48 años. Un chaval.
Se estrenó en la Ópera Metropolitana de Nueva York en
1903 con sólo 20 años de edad con Rigoletto,
aunque su debut había tenido lugar en su ciudad natal en 1894 con la ópera Fedora.
Su última aria también fue en este mismo escenario neoyorkino en 1920, un año
antes de morir.
Caruso tuvo un gran hándicap: en sus tiempos no
existía el cine sonoro ni la radio, ya que ésta comenzó su programación
ordinaria en el año 1920. Es decir, para oír a Caruso había que ir a escucharlo
directamente a los escenarios de ópera, y esto, claro, no lo podía hacer mucha
gente. Por tanto, el público era reducido y escaso, si se compara con los
tiempos actuales.
El escenario habitual de sus actuaciones era el citado
teatro neoyorkino. Su popularidad era grandísima. Dada su modestia, y para
evitar aglomeraciones, en su tiempo de descanso y ocio se iba a un modesto
restaurante italiano de Nueva York y allí se pasaba el tiempo jugando a las
cartas con el dueño.
A pesar de que no era exigente en sus retribuciones
económicas, en Nueva York le pagaban 2.500
dólares por actuación, cifra esta superada por lo que le daban en Cuba y
Méjico: 10.000 y 15.000 dólares respectivamente.
La bondad, sencillez y grandeza de corazón de este
hombre, contribuyeron aún más a su popularidad. En cierta ocasión, estando en Bruselas,
oyó desde su camerino a mucha gente que se encontraba en la calle y que
protestaba porque se habían terminado las localidades y no podía verlo ni oírlo.
Salió a la calle y cantó las principales arias que iba a interpretar en la
función.
En otra ocasión encontrándose en Cleveland, le dijo a
su secretario que no era justo irse de aquella ciudad sin dejar allí algo de
dinero, pues había ganado allí muchísimo. Entró en un establecimiento de
porcelana fina y compró todas las existencias, que luego envió a Nueva York
para dárselas a sus amigos pobres.
Otra característica de este buen hombre era su
pulcritud y limpieza. En una ocasión, y con motivo de una escena amorosa que
tenía que compartir con una gran diva de aquellos tiempos, dijo:
“¡Cantar
con una persona que no se baña es terrorífico; pero emocionarse enamorando a
una mujer que huele a ajo, es sencillamente imposible!”
En 1920, un año antes de morir, empezó el pobre hombre
a tener serios problemas de salud. Estando en Nueva York cantando L’Elisir d’Amore, se le rompió un vaso
sanguíneo de la garganta. A partir de este momento ya no pudo cantar más. Fue
operado siete veces por problemas pulmonares. En el verano de 1921 decidió
embarcarse para su Nápoles natal, donde falleció.
Dios guarde a este bondadoso y gran hombre.
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