sábado, 24 de febrero de 2018

“La Unión Soviética. De la utopía al desastre” ( I )



Así se intitula el libro de Vladimir Boukovski, editado por Arias Montano Editores, 1991, 227 páginas.


Someramente diremos que el autor, nacido en la Rusia soviética en 1942,  era uno de los muchos disidentes escritores y defensores de los derechos humanos perseguidos por el sistema.  Fue el primero en denunciar la existencia de hospitales psiquiátricos como medios de represión contra la población disidente. Estuvo encarcelado 12 años, pasando por campos de concentración, por varias cárceles y también estuvo internado en hospitales psiquiátricos. Una vez desaparecido el sistema, los habitantes de la URSS dejaron de tener miedo a la represión y se dedicaron a exponer todos los errores y horrores del comunismo. Tal es el caso de Vladimir Boukovski y de otros muchos.

De la mencionada obra, exponemos lo que figura en las páginas 126 a 128, pertenecientes al Capítulo IX intitulado “El arma del terror”. Dice así:

"De hecho la fe es un asunto profundamente personal que es superfluo manifestar en público a los vecinos o colegas. No se la grita en los micrófonos ni se emborronan con ella los periódicos. Durante esos años terribles la fe vivía todavía en esas hileras grises e interminables que se extendían desde la madrugada hacia las ventanillas de las prisiones. Era ella la que agonizaba en los convoyes hacia los campos de concentración, reventaba de hambre en los campamentos, se alojaba en las isbas o se calentaba ante las humildes lamparillas clandestinas. Ahí estaba la fe. No obstante, en un mundo ensangrentado de banderas e inundado de calicós desplegaba otra cosa muy diferente, lo que se llamaba «entusiasmo de las masas», y que era una sicosis colectiva. Todos se esforzaban por parecerse a las imágenes de los carteles que representaban a obreros y campesinos, a todos esos adolescentes y a esas muchachas que se vuelven hacia el futuro con toda su abnegación. El aire vibraba de optimismo, e incluso en la soledad se continuaba dándole vueltas en el cerebro a los cantos revolucionarios. Vayan ustedes a saber ahora si lo que iban a esconder en esos desfiles era su miedo o su conciencia, su vergüenza o su responsabilidad, pero el caso es que eso no tenía que ver con la fe, sino que había ahí un deseo apasionado de creer en la propaganda aunque fuera la más burda. El instinto de conservación o la voz insidiosa de la auto-justificación murmuraba en el oído: «Cree como los demás y te irá mejor. Destruye lo viejo y construye lo nuevo al mismo ritmo que los demás y no te vas a equivocar. Entonces el Diablo no te va a tragar y los comisarios no te van a llenar de plomo la nuca, ¡pues finalmente no se puede castigar a todo el mundo!»

Continuará.



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