lunes, 26 de febrero de 2018

“La Unión Soviética. De la utopía al desastre” ( y I I I )



 Someramente diremos que el autor, nacido en la Rusia soviética en 1942,  fue uno de los muchos disidentes escritores y defensores de los derechos humanos que allí nunca hubo. Fue el primero en denunciar la existencia de hospitales psiquiátricos como medios de represión contra la población disidente. Estuvo encarcelado 12 años, pasando por campos de concentración, por varias cárceles y también estuvo internado en hospitales psiquiátricos. Una vez desaparecido el sistema, los habitantes de la URSS dejaron de tener miedo a la represión y se dedicaron a exponer todos los errores y horrores del comunismo. Tal es el caso de Vladimir Boukovski y de otros muchos.


Y terminamos el comentario de este libro con lo que se lee en las páginas 126 a 128, pertenecientes al Capítulo IX intitulado “El arma del terror”. Dice así:

“Pero el terror se agotó, se calmaron las pasiones y el entusiasmo de las masas se disipó como los humos de la embriaguez, y en lugar de los centelleos de un mundo nuevo ya sólo hubo una tierra agotada y pantanos putrefactos. Ni jardines ni ciudades —solamente palabras—. Como en los cuentos en que las joyas ofrecidas por el Diablo se reducen en la madrugada a grumos de lodo.

Lo que queda es un país envilecido, un régimen social corrupto en el que se ha destruido durante mucho tiempo el tipo de hombre apto para el trabajo, el miedo que ya no sólo se aloja en los huesos sino en los genes, la estructura del poder y el aparato represivo, la propaganda omnipresente y el reclutamiento de la población en organizaciones; y como una cera impresa, el todo conserva el sello de la ideología que por lo demás es el único oficio de millones de hombres. No importa su credo rumiando su poder y sus privilegios, si no es que su vida, dependen ahora del triunfo de esta ideología. Ningún tratado podrá llevarlos a renunciar a ella.

Quedan también las almas mutiladas de pueblos enteros que han destruido su cultura, aniquilado sus tradiciones y mancillado sus santuarios. Esto es tal vez lo más grave, lo irreparable, pues es fácil destruir en sí al ser humano, pero casi imposible hacerlo renacer. Nadie niega nunca ahora que se ha perpetrado un crimen abominable. ¿Pero cómo? ¿De quién es la culpa? ¿Cómo es que nadie se dio cuenta antes? Usted no podrá apresar a los culpables, pues unos afirman que no sabían, otros que tenían miedo y otros que creían. ¿Pero cómo no darse cuenta del arresto de los vecinos y de los colegas cuyo exterminio se le pide que apruebe públicamente? ¿Bajo la coacción del miedo se dividen sus bienes y ocupan su casa? ¿En qué se puede creer a la vista de las mujeres y los niños que se mueren de hambre y que llegan por milagro a la ciudad desde su campo que están destruyendo? Pues bien, tenemos que todos pasaban ante ellos volviendo la cabeza, sin darles un pedazo de pan, para luego ir con nuevos bríos a pintarrajear carteles, gritar canciones revolucionarias y construir fábricas gigantes. En esta cadena de montaje cada uno tenía su lugar y su pequeño movimiento poco comprometedor que cumplir.

Así es y nada puede disminuir la culpa. Pero tampoco se «notó» nada en el mundo exterior en donde el terror no causaba estragos, aunque la información era más que suficiente. Cualquier esfuerzo que hagan hoy a posteriori los maestros de entonces y sus adeptos contemporáneos para enmendarse, el hecho es que no sólo no quisieron conocer la verdad, no sólo negaron la evidencia tachándola de calumnia del enemigo sino que justificaron lo que se estaba produciendo diciendo que era la agonía del «viejo mundo», la sangre y las angustias inevitables en el parto del «mundo nuevo». 

Encontrábamos toda la gama, desde el «yo no sé» hasta el «yo creo», desde el terror y el miedo, el miedo de saber algo que vendría a minar la creencia, hasta el terror intelectual y la excomunión de los herejes; toda la gama se encontraba ahí en donde no había ni comisarios armados con Máuser ni Gulag como únicos términos de la alternativa que obligaba a la participación. A diferencia de los que no dormían en la noche acechando los golpes en la puerta, aquéllos no tenían nada que temer más que la pérdida de su prestigio de maestros y salvadores dela Humanidad. Es decir, en el fondo su poder, pues se puede sacrificar al poder el cadáver de los demás.

¿Qué les ocurrió durante décadas a los hombres? ¿De dónde vino esa crueldad, esa falta de conciencia al creer que no habían existido milenios de civilización que abolieron los sacrificios humanos? 

Existe. a pesar de todo en el hombre algo que lo retiene ante el asesinato, el robo, la traición y que, en fin, lo empuja a veces a socorrer a otro, y tal vez con peligro de su vida. No es sólo el miedo al castigo o a la vergüenza que ha asegurado durante siglos el orden sobre la Tierra. Seguro que no es la primera vez que unos hombres se han negado a ver hechos que amenazan una creencia cómoda, pero nunca semejante posición había desembocado hasta ahora en una catástrofe tan completa. ¿En dónde estaba, pues, la facultad igualmente humana de dudar, superar el miedo y mirar los hechos de frente?".

Otras de las consecuencias de la implosión soviética, fue la apertura parcial de los archivos del KGB. Con tal motivo se han publicado varios libros, de los  que  ya hemos comentado algunos. Otros los comentaremos próximamente.



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