Era el voto el único momento y, en realidad solo a
medias (listas cerradas), en que el ciudadano ejercía de forma efectiva esa
llamada libertad derivada de esa otra, vamos a decirlo en verso, falacia
llamada democracia.
Sentada ya esa premisa con duda incluida, la
experiencia fue transformando a nuestros políticos de listos en listillos y
poco a poco fueron descubriendo y poniendo en práctica cantidad de formas y
trucos (¿por qué llamarlo de otra manera?) para prostituir la esencia del acto
que comentamos, haciéndolo perder en la realidad, su intrínseco valor y
convirtiendo el campo político en un campo de juego entre pícaros en el que
casi invariablemente saldrá ganado el más pícaro.
Primero fueron los pactos entre partidos tras las
correspondientes elecciones, pactos muchas veces “contra natura” en los que los
ciudadanos de a pie ya no pintaban nada después de haber elegido “libremente” a
sus representantes. Posteriormente, agravando la situación, apareció el transfuguismo,
de tal forma que un cargo elegido bajo las siglas e ideario de un partido,
incluso tras tomar posesión de su estrado, podía abandonar las filas, ideario y
disciplina de la formación en que fue elegido sin perder por ello su puesto en
la asamblea correspondiente cuando lo normal, según la opinión de cualquier
ciudadano, sería que fuese sustituido por otro, mientras que él debería tomar
el camino de su casa ya que su decisión se estimaría como una traición a sus electores
a quienes debía el mencionado puesto o cargo.
Pero en esas circunstancias estamos y ellas son las
que acompañan y propician la devaluación del voto libre tan deseado y añorado,
y considerado el primero y gran logro de la llamada democracia que,
teóricamente, insisto solo teóricamente, significa que el pueblo participa de
forma real y efectiva en el gobierno de la nación. La teoría es excelente pero
la práctica corre hacia lo rocambolesco e indecente, y el valor del voto tiende
a la baja, emulando al IBEX 35 por citar alguna...emulación, como podemos
experimentar estos días en que estamos llegando, entre el asombro, la
perplejidad y la consternación, a la conclusión de que nuestra voluntad
expresada en las urnas, va adquiriendo un valor en caída hacia la nada.
Intento explicarme con ejemplos actuales: Tras unos
pactos de gobierno en la comunidad de Murcia, determinados socios se alían con
la oposición y aportan sus firmas para ejercer una moción de censura y... por
no alargarnos, después se vuelven atrás y no solo anulan la moción sino que
pasan a ocupar puestos en el gobierno al que pretendían censurar. Ya entonces,
en una reacción lógica ante semejantes amaños y su evidente peligro, la señora
presidente de la comunidad de Madrid había tomado sus medidas: disuelve la
asamblea y convoca nuevas elecciones. Pero, y ya con el ciudadano en un estado
semicatapléjico, aparece, como por arte de magia, una moción de censura contra
ese gobierno ya en funciones o no sé en qué estado pues me pierdo, que pretende
prioridad y como consecuencia, la anulación de las citadas disolución y convocatoria.
Y aquí han de intervenir ya los tribunales.
En resumen y ya no me extiendo más pues esto sería
interminable y, como dije antes, me pierdo: a la vista de todo esto ¿dónde
queda o quedó el voto del infeliz, inocente, probo e iluso ciudadano? El mío,
no demasiado sino solamente algo infeliz, inocente, probo e iluso ciudadano queda
a buen recaudo, valga la locución adverbial pero su valor por hoy, en estado
etéreo.
Disculpen las molestias y si pueden, saquen alguna
consecuencia.
Francisco Alonso-Graña del Valle
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