Y seguimos con las impresiones del camarada francés,
Alfred Berger, al ver y contemplar en Moscú lo más granado de la élite
comunista. Así, en las páginas 198 a 200, se lee:
“Alfred
Berger no aparta la vista de Stalin.
Imita
incluso el paso lento, casi vacilante, de quien empiezan a llamar ‘el mejor
discípula de Lenin’. Se une a sus partidarios. Aquel hombre de gesto torpe y
voz bronca procede del pueblo. Viene ‘de abajo’. No es como esos Trotsky,
Bujarin, Kamenev, Zinoviev, un hijo de poderoso, un incorporado a la
revolución. Lo debe todo al partido. Sin él, no pasaría de ser un huérfano.
‘No
soy un hombre libre – dice - ; sea cual sea la orden que dé el Partido, debo
someterme’.
Entonces
Alfred Berger aclama a Stalin, une su voz a quienes injurian a Trostky, ¡’ese
menchevique, ese traidor, ese granuja, ese liberal, ese mentiroso, ese canalla,
ese miserable charlatán, ese renegado!’.
¡Que
lo hagan callar! ¡Todo el poder para el partido! ¡Todo el poder para Stalin!
Y
aprueba a éste cuando cuenta:
‘Sí,
camarada, soy brutal con quienes faltan a su palabra, con quienes descomponen y
destruyen el Partido’
Nada
de complacencia, nada de compasión ni de piedad, no hay excusas para los
traidores, para esos privilegiados, periodistas, escritores, burgueses y hasta
aristócratas que se han unido al Partido y se han convertido en dirigentes.
Alfred
Berger los conoció en Moscú, en el bar del hotel Lux. Se ha sentado a su mesa.
Ha brindado con ellos por la salud de Stalin, pero se ha percatado de sus
reticencias, de su ironía. Los ha visto
intercambiar miradas de conmiseración.
No
habla ruso, ni alemán, ni inglés, ni italiano, como esa condesa veneciana que
se las da de camarada. Pero cuando puso su mano sobre la rodilla de Julia
Garelli, tal como había hecho tantas veces con otras jóvenes, ella se apartó de
él como si fuera un sarnoso.
Los
volvió a ver en Paris, a esos Willy Munzer, Heinz Knepper y naturalmente a esa
Julia Garelli que comparte dormitorio con ese judío, ese Samuel Stern, diamantista,
cuya saca de cuero negro siempre está repelta de fajos de billetes que entrega
a Alfred Berger como si se tratara de su propio dinero, siendo del Partido.
Y
con ese dinero es con el que Stern paga sus facturas del hotel Lutetia o de los
prostíbulos que frecuenta.
¿Eso
es ser un comunista?
Una
Internacional de la juerga que se ocultó en
las salas de baile cuando los obreros se manifestaron para protestar por
la ejecución en Estados Unidos de Sacco y Vanzetti, dos anarquistas. ¡Los
manifestantes prendieron fuego al Moulin Rouge, repelieron las cargas
policiales, soltaron canicas bajo los cascos de los caballos de la guardia
móvil, y los juerguistas – puede que entre ellos estuviese Samuel Stern – no se
atrevieron a asomar las narices.
¿Es
eso ser un camarada?”
Continuará.
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