martes, 24 de septiembre de 2024

“Érase una vez la URSS” ( I I )


 

Así se intitula el libro de Dominique Lapierre, Editorial Planeta, S.A., 2005, 181 páginas, incluido Índice.

Como decíamos en la anterior entrega, en ésta vamos a ver lo que nos cuenta Dominique Lapierre sobre un diálogo con Iván Gregorievich Sitnov, trabajador de la fábrica de automóviles Pobieda, que figura dentro del capítulo 10 intitulado “Los ciento ochenta mil coches del obrero Iván Gregorievich”, página 10 y siguientes. Dice así:

“El obrero especializado Iván Grigorievich Sitnov, de cuarenta y siete años, tiene el número T40627. Durante ocho horas al día, ajusta a los chasis los motores que suministra sin descanso una cinta transportadora eléctrica. Desde hace diez años, la mitad de los Pobieda que han salido de la fábrica de Gorki han pasado por sus manos. Sin embargo, sabe que no poseerá jamás el coche que ensambla amorosamente todos los días. Se entrega con cuatro años de retraso y el precio oficial es de veinte mil rublos, cuando él gana setecientos, una vez deducidas las diferentes tasas y cotizaciones impuestas a su base salarial. En la patria de Jruschov, el crédito no existe. Según Slava, este artificio capitalista sólo se justifica en los países pobres. ‘En la URSS, tenemos los medios para pagar al contado’, dice. Al contado o no, Iván tendría que sacrificar casi tres años de salario para comprar uno de sus queridos Pobieda. Aún suponiendo  que consiguiera reunir la suma necesaria, no es seguro que pudiera realizar su sueño. Para intentar atajar el tráfico mafiosos del que es objeto la venta de los coches nuevos en la URSS, la policía obliga a todo potencial comprador a justificar el origen del dinero”.

En el párrafo siguiente, página 149, nos cuenta Lapierre la visita que hizo al domicilio del citado obrero Gregorievich :

“Su esposa, Lubiana Ivanovna, una vivaracha mujer con una boca en la que brilla una fila de dientes de metal dorado, acaba de terminar su jornada de trabajo en la guardería de la fábrica. Gana trescientos rublos al mes, es decir, lo justo para comprar un par de zapatos. Sin duda, los Sitnov no son los trabajadores más afortunados del proletariado mundial, pero su poder adquisitivo en la Rusia de Jruschov es casi tres veces superior al que tenían antes de la guerra. Su estándar de vida  no extrañaría a la mayoría de los obreros comunistas de los países occidentales. Su vivienda se compone de una sola habitación de unos dieciocho metros cuadrados; en una cama plegable, que se abre por la noche, duerme su hijo Vachislav, de veintidós años, estudiante de medicina en la Facultad de Gorki. La cocina es un cuchitril de un metro por dos desprovisto de gas de ciudad. La comparten, al igual que el retrete, con otra familia. Lubiana nos lo confesará sin ocultar sus lágrimas: esa cohabitación forzada es la verdadera pesadilla de su existencia. Hemos recogido muchas veces ese tipo de declaraciones. En los años cincuenta, la pobreza y la falta de viviendas son los mayores problemas de los soviéticos”.

Después nos narra Lapierre los carteles de propaganda que el régimen tenía colocados en los muros de la fábrica:

“Inmensos frescos, que representan a obreros enarbolando las banderas rojas de la revolución, acogen a continuación a Iván camino de su taller. Por todas partes, pancartas con letras blancas sobre fondo rojo, banderolas a través de las galerías, paneles y cuadros de honor le recuerdan que es el obrero más feliz del mundo y que el trabajo bien hecho ‘contribuye a edificar el comunismo, cuya marcha inquebrantable liberará pronto a la clase obrera de todos los países sometidos todavía al yugo capitalista”.

No hacemos ningún comentario sobre estos párrafos porque se comentan por sí solos.

En la próxima entrega, veremos el fanatismo político, producto del adiestramiento del régimen, de Vachislav, hijo del obrero Gregorievich, así como la despedida de Lapierre de esta familia.

Continuará.



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