Así
se intitula el libro de Dominique Lapierre, Editorial Planeta, S.A., 2005, 181
páginas, incluido Índice.
Como
decíamos en la anterior entrega, en ésta vamos a ver lo que nos cuenta
Dominique Lapierre sobre un diálogo con Iván Gregorievich Sitnov, trabajador de
la fábrica de automóviles Pobieda, que figura dentro del capítulo 10 intitulado
“Los ciento ochenta mil coches del obrero
Iván Gregorievich”, página 10 y siguientes. Dice así:
“El obrero especializado
Iván Grigorievich Sitnov, de cuarenta y siete años, tiene el número T40627.
Durante ocho horas al día, ajusta a los chasis los motores que suministra sin
descanso una cinta transportadora eléctrica. Desde hace diez años, la mitad de
los Pobieda que han salido de la fábrica de Gorki han pasado por sus manos. Sin
embargo, sabe que no poseerá jamás el coche que ensambla amorosamente todos los
días. Se entrega con cuatro años de retraso y el precio oficial es de veinte
mil rublos, cuando él gana setecientos, una vez deducidas las diferentes tasas
y cotizaciones impuestas a su base salarial. En la patria de Jruschov, el
crédito no existe. Según Slava, este artificio capitalista sólo se justifica en
los países pobres. ‘En la URSS, tenemos los medios para pagar al contado’,
dice. Al contado o no, Iván tendría que sacrificar casi tres años de salario
para comprar uno de sus queridos Pobieda. Aún suponiendo que consiguiera reunir la suma necesaria, no
es seguro que pudiera realizar su sueño. Para intentar atajar el tráfico
mafiosos del que es objeto la venta de los coches nuevos en la URSS, la policía
obliga a todo potencial comprador a justificar el origen del dinero”.
En
el párrafo siguiente, página 149, nos cuenta Lapierre la visita que hizo al
domicilio del citado obrero Gregorievich :
“Su esposa, Lubiana
Ivanovna, una vivaracha mujer con una boca en la que brilla una fila de dientes
de metal dorado, acaba de terminar su jornada de trabajo en la guardería de la
fábrica. Gana trescientos rublos al mes, es decir, lo justo para comprar un par
de zapatos. Sin duda, los Sitnov no son los trabajadores más afortunados del
proletariado mundial, pero su poder adquisitivo en la Rusia de Jruschov es casi
tres veces superior al que tenían antes de la guerra. Su estándar de vida no extrañaría a la mayoría de los obreros
comunistas de los países occidentales. Su vivienda se compone de una sola
habitación de unos dieciocho metros cuadrados; en una cama plegable, que se
abre por la noche, duerme su hijo Vachislav, de veintidós años, estudiante de
medicina en la Facultad de Gorki. La cocina es un cuchitril de un metro por dos
desprovisto de gas de ciudad. La comparten, al igual que el retrete, con otra familia.
Lubiana nos lo confesará sin ocultar sus lágrimas: esa cohabitación forzada es
la verdadera pesadilla de su existencia. Hemos recogido muchas veces ese tipo
de declaraciones. En los años cincuenta, la pobreza y la falta de viviendas son
los mayores problemas de los soviéticos”.
Después
nos narra Lapierre los carteles de propaganda que el régimen tenía colocados en
los muros de la fábrica:
“Inmensos frescos, que
representan a obreros enarbolando las banderas rojas de la revolución, acogen a
continuación a Iván camino de su taller. Por todas partes, pancartas con letras
blancas sobre fondo rojo, banderolas a través de las galerías, paneles y
cuadros de honor le recuerdan que es el obrero más feliz del mundo y que el
trabajo bien hecho ‘contribuye a edificar el comunismo, cuya marcha
inquebrantable liberará pronto a la clase obrera de todos los países sometidos
todavía al yugo capitalista”.
No
hacemos ningún comentario sobre estos párrafos porque se comentan por sí solos.
En
la próxima entrega, veremos el fanatismo político, producto del adiestramiento
del régimen, de Vachislav, hijo del obrero Gregorievich, así como la despedida
de Lapierre de esta familia.
Continuará.
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