jueves, 9 de mayo de 2019

LXXX aniversario del fin de la Guerra Civil española ( y X )



República.

El Diccionario de los “inmortales” de la Real Aca­demia Española, define la República como; 1. “Organización del Estado cuya máxima autoridad es elegida por los ciudadanos o por el Parla­mento para un período determina­do. 2. En algunos países, régimen no monárquico”.

Si nos atenemos a la primera definición, parece que sería la más justa y legal: los ciudadanos elegi­rían entre varias opciones tenien­do en cuenta, siempre, las otras menos elegidas o menos votadas. Todo esto llevaría a un respeto por las libertades: políticas, económi­cas, religiosas, de asociación, de sindicación, de prensa, de educa­ción, derecho a la huelga, etcétera. En resumen: no habría presos políticos ni represalias sobre los disidentes. Estaríamos ante la República del respeto, del valor de la palabra y del entendimiento, es decir, sería una República libe­ral como la que querían para España Ortega y Gasset, Marañón, Menéndez Pidal, Madariaga, Melquíades Álvarez y otros. Sería la República que con tanto entu­siasmo y fe anhelaban los españo­les el 14 de abril de 1931.

Sin embargo, la segunda defini­ción nos llevaría a una República distinta. Si no hay monarquía y si un régimen dictatorial (marxista o islámico), los ciudadanos ya no gozarían de las libertades funda­mentales antes mencionadas. Sería una República monopartidista, podría ser un sistema perso­nalista y autoritario, carente de contrapesos institucionales, sujeto a la arbitrariedad de un individuo o de un grupo minoritario, y sin controles jurídicos legítimos.

Este tipo de República suele estar dirigida por una persona, o un partido único, que se creen dueños de la verdad absoluta y, por tanto, no hay espacio para el diálogo.

El pueblo está manipulado y dirigido, a la vez que mediatizado y vigilado por la propaganda ofi­cial y la censura.

La vida quedaría reducida a un determinado número de acciones permitidas. El individuo sólo es un ente receptor y no emisor. De esta forma se evita el peligro del desarrollo del pensamiento.

Las personas son dóciles y maleables. Están moldeadas y dirigidas desde el poder.

No se dan cuenta de que, bajo la apariencia de «libertades», la represión adquiere una dimensión enorme.

Esta República sería una Repú­blica despótica y tiránica, un siste­ma autoritario, cerrado y asfixiado por el omnipresente partido único. Esto, claro está, sería inadmisible, rechazable y execrable.

Es evidente que entre ambos tipos de República hay una dife­rencia abismal. Por desgracia, la II República española cayó en manos de unos fanáticos que, siguiendo las instrucciones de la URSS de Stalin, con sus apoyos, ayudas, asesores, y Brigadas Internacionales, querían implantar en España una República marxista y prosoviética. No se creía en el valor de la palabra y el entendi­miento, sino en el enfrentamiento, en la fuerza, en la violencia y en el atropello: para todo esto emple­aron todo su ímpetu.

En un artículo publicado en «La Nación», de Buenos Aires, en el mes de marzo de 1939, el doc­tor Marañón decía;

«Hay en nuestra guerra un hecho que debe tener, para la con­ducta futura de los españoles y de todos los hombres civilizados, un valor histórico... Este hecho fun­damental es la incapacidad abso­luta del método marxista para poner en marcha un país. El gobierno de Madrid, Valencia y Barcelona tuvo en sus manos todas las ventajas materiales para triunfar... Al gobierno marxista le ha vencido su absoluta incapaci­dad».

Por tanto, nos parece un error meter en el mismo saco a los par­tidarios de las dos opciones, por más que pese a muchos historia­dores, aprendices de historiadores y marxistas. De aquí que la pala­bra «republicano» se use muchas veces mal cuando se trata de la II República española. Una cosa es ser republicano y otra rojo-republicano.



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