Estos conceptos
son una lacra social difícil de erradicar del “pueblo soberano” y de “mentes
privilegiadas”. Por ellos se mata, se asesina, se tortura, se miente, se
engaña, se distorsiona, etc, etc.
Dichos conceptos,
según nuestra opinión, son fruto de la ignorancia y acarrean la intolerancia y
el dogmatismo. Así, cuando el fanático expone sus razones y argumentos y se le
demuestra que está equivocado, automáticamente no admite la más mínima crítica
y, por supuesto, huye de cualquier tipo de confrontación dialéctica: sigue en
sus trece manteniendo su “coherencia” ( “mantengo
mi coherencia”, decía un pedante marxista infumable), encerrándose en su
ceguera, que no sabemos si es voluntaria o irracional.
Esta gente, como
no tiene argumentos racionales, no puede convencer. Lo que hace es imponer,
recurriendo a todo lo recurrible: desde el risible y pueril “más claro, el agua”, que decía el
citado pedante marxista, hasta el empleo
de la fuerza, cuando el fanatismo llega a las masas, a las que se hará ver las
cosas de forma dual y maniquea, y se hará ver también a las personas como
buenas o malas, amigas o enemigas y fieles o traidoras. Una vez inculcado esto,
se lanzan a las masas como turbinas para que cumplan el manual del “agit-prop”.
Los resultados ya los sabemos.
Estos conceptos en
realidad son un simplismo. Pongamos un ejemplo. Como es de sobra sabido, la
izquierda siempre ha sido antisionista y antiamericana, aunque Carlos Marx haya
sido judío. De ahí surge la imagen del capitalista: un señor gordo fumando un
puro y con chistera o bombín con la bandera de EE.UU., o un judío desconfiado y
receloso al que se le presenta contando monedas una a una. Este es el dogma de
estas personas: tienen que ser antisionistas, antiamericanas, y como no,
anticapitalistas, aunque vivan en lujosas mansiones, usen lujosa vestimenta y
tengan enormes salarios.
Ya lo decía
Voltaire: “Cuando el fanático ha
gangrenado el cerebro, la enfermedad es incurable”.
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