miércoles, 20 de junio de 2018

“Érase una vez la URSS” ( I I I )



Así se intitula el libro de Dominique Lapierre, Editorial Planeta, S.A., 2005, 181 páginas, incluido Índice.

Como decíamos en la anterior entrega, en ésta vamos a ver el fanatismo político, producto del adiestramiento del régimen, de Vachislav, hijo del obrero Gregorievich, así como la despedida de Lapierre de esta familia, todo ello dentro del capítulo 10 intitulado “Los ciento ochenta mil coches del obrero Iván Gregorievich”. En la página 152 se lee:

“Los Sitnov esperan para cenar el regreso de su hijo de la facultad. A pesar de su camisa usada y de su abrigo raído, Vachislav es un muchacho alegre y vital. Tres años más de estudios y será médico, lo que llena de orgullo a sus padres. Para estos humildes obreros, eso representa una promoción social inmensa, en el haber del régimen, para el que el éxito más clamoroso es conseguir formar en el mismo molde ideológico a jóvenes especialistas y técnicos capacitados y políticamente convencidos. Vachislav, un soviético de la segunda generación, bautizado pero ateo porque las escuelas del régimen le han enseñado que la ciencia ha reemplazado a Dios, tiene por delante una carrera de funcionario médico, con la condición de que la pasión que ponga en el ejercicio de la medicina no le haga olvidar jamás – como nos indica apasionadamente – que es, ante todo, ‘un ser político’ y que su primer deber será ejercer este papel en la sociedad soviética”.

En las páginas 153 y 154, no narra Lapierre la despedida de esta familia:

“Dejamos con tristeza a Iván, a Lubiana y a su hijo. En el calor de su despedida, notamos que el sentimiento es recíproco. Tal como hicieron el ferroviario de Minks y el cirujano de Tifilis, para celebrar nuestros últimos momentos juntos han cubierto la mesa de su pequeña vivienda con una profusión de bebidas, pasteles y golosinas. Lloramos de emoción. Intercambiamos las direcciones y les dejamos los periódicos, las revistas y los libros que tenemos todavía en nuestro poder. Seguramente no podrán leerlos, pero esos escritos procedentes del extranjero pueden representar algo mágico en su universo herméticamente cerrado de ciudadanos soviéticos. A pesar del asilamiento y de las duras condiciones de vida, no sería, sin embargo, honesto afirmar que estos proletarios de la era Jruschov nos han parecido desgraciados. Sin duda, la caída del ídolo stalinista ha producido un vacío en su existencia, incrementado por el hecho de que a aquellos que han reemplazado a este ídolo ya no les sirve ese lado místico de Dios que el alma rusa ha necesitado siempre. Profundamente idealistas, sinceramente persuadidos de que con su trabajo contribuyen a la edificación de un mundo mejor, orgullosos de servir a una patria muy amada, los Sitnov, como casi todos los rusos que hemos conocido durante este gran viaje, no nos darán la impresión de sufrir la privación de las libertades que a nosotros nos son tan queridas”.

En la próxima y última entrega, veremos unas fotografías que aparecen en el libro que denotan la falsedad y mentiras del sistema, así como los desafíos que en materia religiosa hacía el pueblo al régimen.

Continuará.



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