Como ya sabrán, el pasado 29 de agosto se convocó el “Ospa
Eguna” en Navarra, concretamente en Alsasua, en donde de comparaba a la Guardia
Civil con el coronavirus.
Sobre este asunto insertamos magnífico un artículo de Isabel San
Sebastián publicado en el diario ABC el día 31 de agosto. No tiene desperdicio.
Fíjense en lo que dice sobre Marlaska.
“¿Quién
defiende a la Guardia Civil?
¿Habría
consentido Marlaska una manifestación como la de Alsasua dirigida contra el
colectivo gay?
Hay que acumular mucha
bilis ideológica en la mente para escupir el chorro de odio que cayó sobre
Alsasua el sábado. Semejante vomitona solo puede proceder de quien ha sido
amamantado con ponzoña de serpiente en casa, en la escuela, en la parroquia y
en la taberna, hasta ser convencido de que pegar un tiro en la nuca a un
uniformado o poner una bomba lapa en el coche de un concejal constituye una
gesta heroica en la lucha del pueblo vasco. Si no empuñan las armas es
sencillamente porque no se atreven, pero justifican todos y cada uno de los
asesinatos de ETA. Los celebran. A sus ojos, la Guardia Civil es el enemigo
que se enfrentó con éxito a la organización que ellos no perciben como
criminal, sino como valiente vanguardia de un «movimiento de liberación». Por
eso detestan a la Benemérita tanto como la temen. La Guardia Civil es la
«mala» de un relato tergiversado en el que los asesinos desempeñan el papel de
«buenos». Eso es lo que les han enseñado y con arreglo a ese adoctrinamiento
participan en ese infame «día del adiós» dedicado a humillar con total
impunidad al Cuerpo, condenado a soportar las burlas atado de pies y manos. La
conducta de esa chusma resulta tan repugnante como fácil de entender. Mucho
más incomprensible y de infinita mayor gravedad es el cúmulo de complicidades
que han hecho posible la perpetración de este desafuero.
Lo ocurrido en la pequeña localidad navarra
es fruto de una indignidad compartida. La de los organizadores, desde luego,
pero más aún la de cuantas autoridades estaban obligadas a impedir semejante
exhibición obscena, empezando por el alcalde, representante de Geroa Bai
(marca local del PNV), cuya bajeza ha llegado al extremo de equiparar esa
siniestra parada a una concentración en memoria de las víctimas. Si ascendemos
a partir de él en la pirámide del poder, no hay un responsable público que
escape a la ignominia de lavarse ostensiblemente las manos. Únicamente la
oposición ha repudiado esta afrenta a quienes se dejaron más de cuatrocientas
vidas en el combate contra el terrorismo. En las filas de la izquierda y en
las del separatismo la reacción ha oscilado entre la complicidad y el
silencio.
Imaginemos
que, en lugar de dirigirse contra la Guardia Civil, los disfraces destinados a
ridiculizar a sus miembros, la cartelería insultante, los ladridos y demás
parafernalia empleada en el aquelarre hubiese puesto en la diana, por ejemplo,
al colectivo gay. ¿Lo habría consentido el ministro del Interior, Marlaska,
responsable de los casi cien mil agentes que integran la Institución?
Supongamos que las señaladas hubiesen sido las mujeres. ¿Algún miembro del
gobierno autonómico o central habría permanecido al margen? ¿Qué no habríamos
oído decir a Irene Montero, muda ante esta agresión acaso porque comparta la
admiración por la banda que en su día expresó públicamente su pareja? ¿Y hasta
dónde habría llegado la voz de la presidenta Chivite, a quien los
organizadores de esta farsa regalaron la poltrona que hoy deshonra callando?
En cuanto a la Justicia, no ya ciega sino sorda ante el clamor de los
acosados, cuesta creer que sea cierto tal ejercicio de ingratitud preñada de
cobardía. ¿Habrían tolerado jueces y fiscales de la Audiencia Nacional que
inmigrantes, gentes de color o cualquier otro chivo expiatorio habitual en las
sociedades enfermas fueran tratados en Alsasua como lo han sido los guardias
civiles a quienes deben la protección que reciben? Lo dudo. Tratándose de la
Benemérita, en cambio, miran hacia otro lado. ¿No les dará vergüenza?”
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