
Toda mi vida está impregnada de ti, madre. En la distancia, así te veo.
Rostro de mejillas como la grana, de piel suave y tersa que invita a besar y acariciar.
Ojos de mirada dulce y, todavía, chispeantes. Ojos que hablan.
Labios que mantienen su turgencia y que siguen dibujando una tierna y reconfortante sonrisa. Labios que besan.
Labios que recorren y perfilan una boca dócil, que se llena de silencios más que de palabras, y que cuando llegan a salir saben a nada y a todo.
Oídos musicales, llenos de color y sonido, cada uno en su tono preciso, y hoy mitigados por el tiempo.
Manos juveniles y de piel inmaculada, que aún lucen orgullosas dedos de gran pianista.
Manos que guardan toda una vida.
Brazos que no han perdido su capacidad para abrazar, y piernas aún firmes para caminar.
Cuerpo frágil y vencido hacia la tierra, pero que mantiene fuerte su voluntad y alta su cabeza -que nunca altiva-.
Mente sana y despierta. Placidez de ánimo.
Corazón casi centenario que, aunque cansado, se esfuerza lo mejor que puede en su trabajo. Corazón tierno, nunca petrificado.
Alma inocente, honesta y bondadosa.
Alma que espera. Alma que reza.
Isabel Fernández Bernaldo de Quirós